Mater mea es tu (Madre mía, tú eres mi Madre)

Mater mea es tu

El Eterno se compadeció del Hombre y quiso regenerarlo: pero, ¿cómo? Haciendo que una Mujer concibiera al principio de nuestro ser sobrenatural, engendrándonos sobrenaturalmente en las entrañas de María en Jesucristo. ¡Ah! Cuando contemplaba llena de ternura maternal en su virginal claustro a Jesús, María con igual ternura nos contemplaba también a nosotros. Todos estábamos allí, porque allí estaba la gracia para todos.

Junto a la Cruz de la Redención está en pie la más bella entre las hijas de Jerusalén, la más luciente entre las estrellas de Nazaret, la más fresca y pura y aromática entre las rosas de Sarón, está María recibiendo los últimos suspiros, las últimas golas de sangre, las últimas palabras, las últimas palpitaciones de su Hijo, el más amante y amado de los hijos. Muere Dios para acabar con la muerte del hombre. Destruyese la vida para podernos dar la vida. Muere el Eterno para que nazcamos los mortales. Por esto está allí María. Padece, sufre, se destroza su corazón, clama al cielo en lo más hondo de su espíritu por la fuerza del dolor, porque allí nace el hombre a la vida sobrenatural. Jesucristo nos engendra con su sangre: María nos da a luz con sus tormentos. Aquel es el principio activo de la Redención, como cumple a un Padre: Esta es el principio cooperante, pasivo, como cumple a una madre. Un Dios nos da la vida muriendo: una Madre de Dios nos da a luz padeciendo.

¡Oh felices dolores, que nos permiten, que nos obligan dulcemente a llamarte Madre, o sin par María. Yo te amo, como se ama a la que nos ha dado el ser: te amo más e infinitamente más, cuanta es la ventana que lleva el nacimiento espiritual al natural. Permíteme, que te mire hito a hito, que sorba el amor que tus ojos manan para que sepa amarte más; dame dulzura, ternura, amor para que te diga con toda la efusión de mi alma: Mater mea es tu: Madre mía, tú eres mi Madre, porque de ti he nacido.

¡Escucha, o Virgen! ¡Ah!, Jesús lo dice. ¿Oyes?, he aquí a tu hijo. Soy yo, o María, somos nosotros: he aquí a tus hijos. Eres nuestra Madre; son palabras de un Dios moribundo: no miente, no; es verdad: eres nuestra Madre.

Hablad, Jesús mío, hablad que vuestro siervo os escucha: Ecce Mater tua: ¡Oh, sí! Ella, vuestra Madre es mi Madre; vos lo decís, queréis que la llame tal, queréis que la honre como Madre; sí, Jesús mío, sí, ella es mi Madre, ¡ella es nuestra Madre! ¡Madre mía de mi alma! Voz poderosa que los cielos inclinan, que las entrañas de María conmueven, que los ángeles a nuestro favor atraen, que la ira de un Dios justiciero aplaca.

¡Madre mía de mi alma! Palabra de suavidad que embalsama el ambiente con su aroma, armonía misteriosa que al huracán apacigua, que los mares calma, que hace enmudecer al trueno, que a los rayos encadena. No cesemos pues jamás de clamar; dirijamos nuestros ojos al cielo humedecidos por el llanto que el exceso del amor arranca a nuestros ojos. Madre mía del alma, llena eres de gracia, templo, santuario del Señor, bienaventurada entre todas las mujeres, porque es bienaventurado el fruto de tu vientre.

Dirijámonos a ella con la sencillez del niño, con la confianza del hijo, con el cariño del cristiano: Acuérdate que eres Madre de Dios; ruega pues por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte.

Un fraile de antaño (s.XIX)

-Adaptación-

Foto: Virgen de los Dolores de la Iglesia de San Francisco de Asís, La Orotava (Juan Luis Bardón G.)

A ti, Padre Divino

Aquel! Fue grande Aquel; pero en la cima
De la grandeza paternal no hay monte
Que de dolor de pequeñez no gima,
Ni hay rayos en el Sol, ni hay horizonte
Que de besar sus huellas se levante,
Ni mar que no murmure,
Ni labio que no jure,
Ni mundo que no cante!—
Hay cantos para ti: canta el mezquino
Ser de la tierra el oro y el palacio,
Y a ti, padre divino,
El mundo entona el canto del espacio!—

Un leño se cruzó con otro leño;
Un cadáver—Jesús— hundió la arcilla
Y al resplandor espléndido de un sueño
Cayó en tierra del mundo la rodilla:

¡Un siglo acaba, nace otra centuria
Y el hombre de la cruz canta abrazado,
Y sobre el vil cadáver de la Injuria,
El Universo adora arrodillado!—

José Martí, marzo de 1875
    (fragmento de su poema «Muerto»)

A Jesucristo en la Cruz

A Jesucristo en la Cruz

¡Tú, por Mi amor de un leño suspendido!
¡Tú, que tienes por trono el firmamento,
haber desde tan alto descendido
a dar así tu postrimer aliento!

¡Tú sufrir, resignado de esa suerte
tanta y tan honda y, tan amarga herida,
y Tú del mundo recibir la muerte,
cuando viniste a dar al mundo vida!

¡Tú, rasgados los miembros soberanos;
Tú, escupido en la faz cándida y pura,
y al hombre ver clavándote las manos,
esas manos, gran Dios, de que es hechura!

¡Tú, que animas el rayo y das el trueno,
así expiar entre amarguras tantas
por un gusano de miserias lleno,
que no vale ni el polvo de tus plantas!

¡Tú por mi amor, en fin, tan humillado!
¿Y aún a ofenderte, Santo Dios, me atrevo,
cuando yo, nada a Ti, nada te he dado,
y cuando tanto a Ti, tanto te debo?…

¡Miserable de mí! Más los enojos
depón, Señor, del rostro esclarecido;
que ya cansados de llorar los ojos
vuelvo a tu Cruz con pecho arrepentido.

Vuelvo, Señor, a demandar tu gracia;
vuelvo, Señor, como al pastor la oveja;
porque el dolor en tan cruel desgracia
ni aun aire ya que respirar me deja.

Vuelvo trayendo el corazón doliente
lleno de contrición, de luto lleno,
y ante tus plantas a inclinar la frente,
con la profunda devoción del bueno.

¡Escucha, pues mi voz! Yo no soy digno
de hallar, Señor, tu voluntad propicia;
mas suple Tú mis méritos benigno,
y juzgue tu bondad, no tu justicia.

                  Ramón de Satorres

Al pie de la Cruz

Al pie de la Cruz

Al pie de la cruz estaba
afligida y dolorosa,
la Madre triste llorosa
traspasado el corazón
sufriendo junto a su hijo
el dolor de su pasión.

Santa María, Madre de Dios,
ruega por nosotros al redentor.

Lloramos madre la culpa
por la muerte de tu hijo,
Y nos conmueve el perdón
de un amor tan infinito
Que a ti nos da como madre
y a nosotros como hijos.

Santa María, Madre de Dios,
ruega por nosotros al redentor.

Tus lágrimas Madre nuestra
van teñidas de esperanza,
aun cuando tu hijo expira
crees tú en su palabra
si el grano de trigo muere
resurge una nueva espiga.

Santa María, Madre de Dios,
ruega por nosotros al redentor.

Contigo estamos Señora
Madre  de dolor transida,
para enjugar esas lágrimas
que corren por tus mejillas
ofreciéndote el consuelo
de una vida arrepentida

Santa María, Madre de Dios,
ruega por nosotros al redentor.

* * *

El Calvario de María

El Calvario de María

Déjame que a tus plantas, Virgen María,
ponga las rosas frescas de mi dolor,
que mis penas te sigan en la agonía
de ver morir a un Hijo, que es mi Señor,
Déjame que mi lira llena de llanto
cante tus amarguras y tus dolores
y ya que por mi causa sufriste tanto
mira de mi tristeza los resplandores.

Al escribir ¡oh Madre! tiembla mi pluma
todo vueltas y vueltas da en mi redor;
ante mi pensamiento todo se esfuma
y mi frente se baña en frío sudor.

Se cierran mis pupilas de sentimiento;
de entre los claros ojos el blanco manto
en un entreabrirse pausado y lento
desciende a la mejilla dolido llanto.
Tu dolor, Madre mía, ver no quisiera
porque pedazos hace mi corazón.
¡De tal modo mi noble pecho se altera
que siento rudos golpes en la razón!
Vosotras nobles madres que habéis sufrido
la pérdida sensible de un hijo amado,
comprenderéis la pena que habrá sentido
cuando viera a su Hijo crucificado.

Figuraos el trance tan doloroso
de una afligida Madre que ha de seguir
un camino erizado, crudo, espinoso
donde el Hijo adorado debe morir.

Camina Jesucristo bajo pesada
cruz que sus santos miembros ruda lacera
cuando se halla de frente a la desolada
Virgen que sobrehumana llorosa espera.

Un grito en el espacio vibra sonoro
y en los brazos el alma de la cuitada
confúndense la sangre y el blando lloro
de la dolida Madre desesperada.
Apartar a la Madre del Poderoso
tratan los fariseos; pero es en vano
y con rudos modales, de modo odioso
en la sagrada Virgen ponen la mano.

Como mofan y vejan al desdichado
mira la gran Señora sin desmayar
con un dolor intenso tan desgarrado
que ni fuerzas le quedan para llorar.

Las piedras se estremecen al ser pisadas,
las avecillas callan en la arboleda
y las fieras confusas y atolondradas
huyen sin explicarse lo que sucede.
El sol entre las nubes avergonzado
oculta temeroso su resplandor
y el Universo entero queda parado
como señal de duelo por su Señor.
Las nubes en el cielo despavoridas
chocan unas con otras por no mirar
y ante el horrendo crimen desvanecidas
abren sus manantiales para llorar.

Solamente los hombres endurecidos
hacen mofas y burlas de su dolor
y piden embriagados, enardecidos
la sacrílega muerte del Redentor.

La Madre, como imagen del sufrimiento
no se aparta un instante del Hijo amado
¡Sintió desvanecerse solo un momento
cuando en la cruz siniestra le vio clavado!

                                S. Pérez de Bustamante
                  (Madrid. Semana Santa de 1934)