Festividad de San Rafael Arnáiz

Homilía en San Tirso el Real

En el clima festivo de la Pascua de Resurrección hacemos memoria de San Rafael, y lo hacemos en esta iglesia de San Tirso en la que, durante el tiempo de su pertenencia a la Adoración Nocturna de Oviedo contempló y adoró el misterio que se revela en el Sacramento del Altar, y que nosotros celebramos en este atardecer.

Sin duda ninguna que esta adoración silenciosa, llevada a cabo en la quietud de la noche, le ayudó a profundizar en su vocación, oyendo con claridad cada vez mayor, la voz que le movía a la búsqueda de Dios a través del camino de la Cruz, haciéndose obediente al estilo de Jesús, (Filp.2,8).

Una de las primeras cosas que las madres cristianas hacen en relación con sus hijos pequeños, es enseñarles a hacer la señal de la Cruz; así lo hizo su madre Mercedes. La cruz es muy importante en la vida cristiana. Muestra, en el momento del dolor, el silencio de Jesús como palabra de amor dirigida al buen Dios. A Él se confía en el momento del pasar, a través de la muerte, a la vida eterna y le dice: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu” (Luc. 23,46).

Pero de igual modo, revela que Dios habla a través del silencio y lo hace acogiendo a su Hijo en el regazo de su ternura, que es una manera de hablar del reino de los cielos. Un corazón atento, abierto, silencioso es más elocuente que muchas palabras. Dios nos conoce por dentro más que nosotros mismos, y nos ama: saber esto debería ser suficiente. Sería para nosotros fuente de una gran paz incluso en los momentos de gran desasosiego.

Un hombre y una mujer de fe, en el hondón de su corazón tiene esta certeza “ni la muerte ni la vida, ni ninguna otra criatura podrá separarme jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom. 8,38-39).

El sacerdote cuando comulga, hace siempre una oración silenciosa. La hace inclinado ante el altar sobre el que se encuentra el Pan de la Vida que va a recibir en alimento, y dice: “no permitas, Señor, que nada me aparte de ti” (cfr. MR); fue este ideal el que guió la vida de San Rafael tal como lo expresa San Benito: “No anteponer nada al amor de Cristo” (R.B.4,21).

La Iglesia nació en la cruz del Corazón traspasado del Salvador. La cruz dio sentido a la vida de San Rafael. En su bautismo fue marcado por este signo precioso, y su sombra le acompañó en su diario vivir, particularmente cuando ingresó en el monasterio de San Isidro de Dueñas.

La cruz nos revela un Dios cercano y humano, que por amor a los hombres, es capaz de sufrir y compartir el sufrimiento del mundo. La cruz ha de iluminar nuestra vida para no caer en las redes de la sociedad de consumo, y de los ídolos que nos proponen: el despilfarro, el hedonismo, el egoísmo. La cruz relativiza el tener y nos ayuda a ser cada vez más nosotros mismos, es decir: espejos de Dios cercano.

En la Eucaristía se celebra el misterio de la cruz. Ella es memorial de su muerte y de su gloriosa resurrección. En este misterio de fe, Cristo se sigue haciendo presente ofreciéndose al Padre como víctima de su suave olor.

Este es el mensaje que San Rafael nos ofrece con el testimonio de su vida. Quiso ser discípulo de la cruz para poder participar de la gloria de Cristo resucitado. Esta gloria se manifiesta en Rafael y nosotros lo celebramos con profundo gozo a la vez que nos acogemos a su intercesión. San Rafael, ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

Don José Sanz González Vázquez. Oviedo, 27 de abril de 2018.

Homilía en San Isidro de Dueñas

Queridos hermanos: Hoy nos reúne en esta iglesia la memoria de un monje de nuestra comunidad. Un hermano que supo vivir su vocación. Un hermano que habiendo escuchado una voz que le llamaba en su interior, dejó a un lado todas las voces exteriores para centrarse el solo Dios. Un hermano cuya muerte refleja la vida que llevó. Una muerte que tocó a su puerta en plena juventud, pidiendo de él lo mejor de su vida. Al final después de luchar con su enfermedad, Dios le coronó de gloria, pero no de una gloria cualquiera.

Nadie sabe hasta qué punto alguien está preparado para un gran combate, ni cómo éste gran combate se desarrolla en el corazón del hombre:

  • Una primera llamada, dejar su familia, estudio y futuro para ingresar en la Trapa;
  • una segunda llamada, dejar su salud y cuidados, para volver a ingresar en la Trapa;
  • una tercera llamada, dejar su país en guerra para ingresar en la Trapa;
  • y una cuarta y última entrada, no ya a la Trapa sino a la casa del Padre, un Padre que le había convocado a su mesa en estas cuatro llamadas.

Como él mismo nos dice: “Solo Dios, Solo Dios. No busques otra cosa y ya verás cómo al verte en el séquito de Jesús en los campos de Galilea, tu alma se inunda de algo que yo no te sé explicar”. Algo que no sabe explicar porque supo vivir más allá de sí mismo, más allá de su propio tiempo, y más allá de todos los cálculos humanos.

“No importa que el camino sea duro, ni áspero, ni largo…, va Jesús delante; no miremos donde ponemos los pies…, es Jesús el que guía”.

Este Jesús que le guía, es el mismo con quien nos encontramos en la Eucaristía, y en cada Eucaristía le damos gracias a Dios cada uno de nosotros, por la vocación recibida, sea en nuestra vida monástica, o en medios de nuestras familias o trabajos. Nadie es ajeno a esta llamada que un día sintió nuestro hermano Rafael.

Ojalá cada uno de nosotros viva lo que un día escribió, nos enseñó y vivió nuestro hermano Rafael: “Sigamos adelante, cada uno en el lugar que Dios, en su infinita bondad, nos señaló. Amemos la lucha, sin temor a dejar en ella la vida. Amemos nuestro frente de batalla, de que algunas veces haya derrotas. Busquemos la ayuda de María y nada temamos… Sigamos a Dios, a pesar de todo y contra todo”.

Que sea así para cada uno de nosotros.

P. José Antonio Gimeno, ocso. Palencia, 27 de abril de 2018.

Del Boletín Informativo San Rafael Arnáiz Barón (Enero – Junio 2018, nº 188)

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Festividad de San Rafael Arnáiz Barón, monje trapense

Bendito seas (al Hermano Pedro)

Bendito seas (al Hermano Pedro)

Hermano Pedro querido
tú que conoces mi pena,
alivia un poco mi herida…
Que de dolor está llena.
Déjame que descanse,
a la sombra de tu «cueva».
Déjame… oír tu voz
sin que tus labios se muevan.
Pon tu lanza en mis ojos
que de lágrimas se llenan,
lo mismo que un manantial…
Hoy… Que las plegarias vuelan,
aunque fuerzas no me quedan.
Déjame… Por Dios cantar…
Cantar… A estas «laderas»
que son tuyas y sagradas
a la magarza florida
a la “barrilla” acostada.
Al eco de tus barrancos
a las arenas doradas
que dibujan mil corales.
Cantar a tus «cardones»
y a los verdes tabaibales.
¡Ay! Cantares… Cantares de blanca espuma
que me regalan tus mares…
Con «susurros» de sirena.
Cantar a ti… Hermano Pedro
para que sanes mi «pena».
Cantar… Al niño que sufre
a su madre que le mira.
Cantar al niño que duerme
mientras su padre suspira.

Pedro Delgado G. (Granadilla de Abona)

Imagen ilustrativa: «Hermano Pedro», de Doris Fumero.

Festividad del Santo Hermano Pedro

La soledad de la Virgen

La soledad de la Virgen

La Virgen sacrosanta, antes de retirarse del sepulcro, bendijo la sangrada losa, diciendo así: Piedra afortunada, que ahora encierras al que yo tuve dentro de mis entrañas, te bendigo mil veces, y te encargo le guardes cuidadosamente. Después, alzando al cielo la voz y los afectos del alma, dijo así: Padre celestial, en vuestras manos queda este divino tesoro, Hijo de vuestras complacencias e Hijo de mi corazón. Mira de nuevo el sepulcro, se despide otra vez del Hijo querido, y se vuelve con aquel triste acompañamiento, tan llorosa y tan desolada, que movió a lágrimas a muchos de los que la vieron pasar, y los mismos discípulos y personas del séquito lloraban ya más de la pena y quebranto de la Madre, que de la muerte del Señor. Las piadosas mujeres le echaron encima un manto negro, y al pasar por delante de la cruz, bañada todavía con la preciosa sangre, se postró en tierra, y fue la primera criatura que adoró aquel santo madero, diciendo de este modo:

¡Santísima Cruz! Yo te adoro y beso devotamente, pues ya no eres leño infame, sino trono de amor y altar de misericordia, consagrado con la sangre del Cordero que quita los pecados del mundo, sacrificado en ti por la salud del género humano. Luego que llegó a su pobre morada, volvió a todos lados la vista, y no viendo a su dulcísimo Hijo, se le representaron vivamente los hechos y ejemplos de vida tan santa, la dulce memoria de aquella noche gloriosa de su sagrado nacimiento, los regalados abrazos que le dio en su seno maternal, las conversaciones íntimas y suaves por tantos años en la casa de Nazareth, el tierno amor con que mutuamente se correspondían, las miradas amorosas y las palabras de vida eterna que salían de su boca divina.

Pero después se le volvió a renovar con mayor sentimiento y viveza la dolorosa tragedia de aquel triste día, los clavos, espinas y llagas profundas, las carnes despedazadas, los huesos descarnados, la boca sedienta, y los ojos obscurecidos y muertos. ¡Qué noche tan amarga! Preguntaba al amado discípulo: Juan, ¿dónde está tu divino Señor y Maestro? Preguntaba a la Magdalena: Hija, ¿dónde está tu amado? ¿Quién nos ha quitado nuestro único bien? ¿Quién nos ha puesto en tan amarga soledad? Lloran sus ojos virginales, lloran todos con ella. Y tú, alma, ¿qué haces? Dile, por fin: Señora, yo soy quien debo llorar, y no vos; yo soy el reo, y vos inocente. Permitidme que siquiera os acompañe en vuestro llanto y soledad: Fac ut tecum lugeam. Vuestras lágrimas nacen de amor. Broten las mías de la fuerza del dolor y arrepentimiento de mis pecados. Estos y otros afectos semejantes le has de decir con los labios y el corazón.

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Oración

Madre dolorosa, tenga yo la dicha de acompañaros en vuestras penas juntando con vuestras lágrimas las mías, con memoria continua y tierna devoción de la Pasión de Jesús y la vuestra, para que en llorar vuestros dolores y los suyos ocupe y consagre todo el tiempo que me resta de vida, esperando confiadamente que en la hora de mi agonía ellos me darán fuerza y aliento para no desesperar de mi salvación avista de los muchos pecados con que tengo a Dios ofendido. Por los dolores de uno y otro confío alcanzar perdón, perseverancia y gloria, donde con vos. Madre amorosa, cantaré para Siempre las misericordias de Dios.

San Alfonso María de Ligorio

Imagen: «Virgen de la Soledad», óleo sobre lienzo de Vicente López y Portaña (1840)

A la Virgen de la Soledad de la Portería (poema)

A la Virgen de la Soledad de la Portería

(Virgen de la Soledad de la Portería,
en Las Palmas fuiste coronada
y ya por siempre venerada,
¿sin ti de nosotros que sería?)

Cuenta la leyenda que una dama de incógnito,
vestida de noble y que es reina,
te envió a esta tierra grabada en tu retina
para velar de Dios a su Hijo Unigénito.

Y llevas por sobrenombre la portería
de aquel que fue humilde convento,
donde escapando del lamento
a los pies de tu retablo la paz encontraría.

Por el pecado somos almas cautivas,
dominadas por la iniquidad…
¡dulce anhelo llegar a la benignidad
con el perdón y sus rogativas!

Noche de Viernes Santo, noche de abril;
por dentro va un sentimiento de llanto
y a cada recuerdo un pálpito con quebranto,
incontenible al dolor más febril.

Sale el Retiro, piadoso camino a seguir;
en el permanente rezo del Salterio
anuncian las cuentas en cada misterio
que tus ojos son el credo de nuestro plañir.

Mientras, sujetas entre tus dedos el pañuelo
que lleva tu sentir en lágrimas de pena:
impregnada la tela en fragancia de azucena
y el suspiro del Tránsito redimido en celestial vuelo.

Afligida quedas, que hasta el aire se silencia;
que si en el silencio empieza la Contrición
en el Calvario llegó la Verdad y la Resurrección:
nacería el gozo pascual con la penitencia…

Tu imagen torna mi pesar a ternura,
con esa mirada tan pura y serena…
y ante ti me postro, virgen nazarena,
al ver tu corazón rodeado de un aura.

Y en el lento transcurrir de cada instante,
la añoranza de un pronto regreso:
aquel adiós con el soplo de un beso
hizo de mi Fe generoso garante.

Virgen enlutada, castellana y canaria;
al pie de la cruz a tu hijo honraste su partir
con un atuendo que a cada herida vino a cubrir:
¡cobíjanos, Madre, bajo el manto de tu plegaria!

                      José J. Santana (La Orotava)

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Nuestra Señora de la Soledad de la Portería

Al pie de la Cruz (I)

Al pie de la Cruz

Al pie de la Cruz, do pende
el hombre de Dios enclavado
por redemir del pecado
a la raza de Caín,
sobre el Gólgota sombrío
que baña en turbios vapores
el sol que toca entre horrores
de los mares el cofín;

velada la pura frente
con negro crespón de duelo,
alza los ojos al cielo
una mujer virginal:
y sus lágrimas que corren
y sus ardientes suspiros
seca y arrebata en giros
furiosos el vendaval.

El relámpago medroso
apenas triste ilumina
de aquella frente divina
el insondable dolor;
y el trueno rueda a lo lejos
sobre las cóncavas nubes,
y llanto de los querubes
y de la lluvia el clamor.

¡Ay de la Madre amorosa
que mira al hijo querido
de sus entrañas nacido,
nacido para morir!
¡Ay de la Virgen, que sola
y sin amores se queda…
¿quién hay que la suma pueda
de sus dolores medir?

Virgen pura, Madre hermosa,
tú, que sabes mi fe ciega,
perdóname, sí no llega
a ti mi canto de amor.
Mis lágrimas son de hombre,
mis pensamientos mundanos.
¡Ay, no vibra entre mis manos
la lira de tu dolor!

            M. Fernández y González

Imagen ilustrativa: Soledad al pie de la Cruz (Parroquia de San Millán, Segovia). Obra de Aniceto Marinas, 1930.