Subir (poema)

Subir

Subir quiero contigo, Señor, a la montaña…
allí donde la luz, claror azul,
canción dormida en el alcor, de ti me habla.

Gustar quiero, mi Dios…
contigo allí, en soledad callada,
honduras de silencios
poblados del rumor de tu palabra.

Dame a probar tu sed…
Dame llenarme en ti, de aquel…
amar, buscar, querer, las cosas que tu amas…

Y así, volviendo a ti,
y sin mayor ganancia mi sed de ti crecida,
herido de tus ansias,
haz que yo beba en ti
del agua aquel, que tú darás,
mi Dios, a quien te pide agua.

Subir quiero, contigo…
Contigo, en soledad, a la montaña alta.

                                    C.G.P., Pbro. (1995)             

Cristo, Rey desde la fe

Cristo vence, Cristo reina, Cristo impera.

Hoy celebra la Iglesia —escribía don Joaquín Artiles en su inolvidable «Cristo en la calle»— la fiesta de Cristo Rey, el reinado de Cristo sobre las almas y sobre los cuerpos, sobre los cielos y sobre la tierra, sobre el mundo entero. Un reinado sin altivez, manso y humilde, que penetra suavemente en los corazones y los transforma, que impregna lentamente las inteligencias y las domina. Reinando sobre nuestro querer y nuestro entender, sobre nuestros instintos, sobre nuestras pasiones, sobre nuestras generosidades para premiarlas y sobre nuestras infidelidades para esterilizarlas.

Hoy es día de triunfos y de glorias; hoy es día de vítores del corazón y de aplausos y de sumisión de todas las voluntades. Porque hoy es un Día Universal en que la Iglesia proclama los derechos de Cristo a reina sobre toda la creación, sobre todos los seres racionales y sobre todos los latidos de todos los corazones. Es un derecho universal en la geografía y en el tiempo. Es un derecho sin mediatizaciones y sin fronteras, absoluto, ilimitado, único. Es un derecho sobre todos y cada uno de los hombres, queramos o no queramos, lo admitamos o no.

Pero este derecho exige unos deberes que Dios ha fiado a nuestra frágil libertad humana. Y aquí es donde puede fallar, y de hecho falla, el reinado de Cristo. Cristo no reina en muchas almas. Son muchas las inteligencias rebeldes que no se dejan alumbrar por las claridades del Evangelio de Cristo. Son muchos los pechos que anidan las víboras del pasado. Son muchas las pasiones sin ataduras, los Instintos sin encauzar. Nuestro cuerpo, muchas veces, no es propiedad de Cristo. Nuestra alma, muchas veces, divaga por regiones que están muy lejos de la soberanía de Cristo. Somos como islotes rebeldes enclavados en la geografía del reino de Cristo…

Cada vez que incumplimos uno de sus mandamientos nos afianzamos en una rebeldía absurda y suicida. Cada uno de nuestros pecados es un grito subversivo… Humillemos hoy nuestra inteligencia hasta los pies de este gran Rey. Inclinemos nuestra voluntad ante su querer. Sometamos nuestras pasiones a su imperio. Cristo en todo nuestro ser y nuestro obrar. Cristo siempre y en todo.

P. José Cabrera Vélez¹.

* * *

Cristo Rey

Por ser Hijo de Dios, Verbo encarnado,
porque en la cruz fue tuya la victoria,
y porque el Padre te vistió de gloria
con la luz del primer resucitado.

Por eso eres, Jesús, Rey coronado,
señor y Pantocrator de la Historia,
libertador de noble ejecutoria,
triunfador de la muerte y del pecado.

Ya sé que no es tu Reino de este mundo,
que es sólo dimensión de algo interior,
-lo más cordial del hombre y más profundo-
donde te haces presente y seductor;
allí donde tu encuentro es más fecundo,
allí donde tu Reino se hace Amor.

            P. José Luis Martínez, SM.

¹. El Eco de Canarias, noviembre de 1982. Extracto de artículo.

A Dios omnipotente

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A Dios omnipotente

Señor, que miras de tu excelsa cumbre
el tiempo todo en un presente eterno,
tu imagen mira en mí, que al ciego infierno
la inclina su terrena pesadumbre.

Oh suma luz, ya la encendida lumbre
de mi gozoso abril florido y tierno
muere, y ya temo ver en el invierno
más verde la raíz de mi costumbre.

Mírala, sacro santo Rey divino,
con ojos de piedad, que al dulce encuentro
del rayo celestial verás volvella

a verte, como en vidrio cristalino
la imagen mira el que se espeja dentro,
y está en su vista del su mirar della.

                   Bartolomé L. de Argensola

Soneto en la dulzura innumerable de María

(Al paso de Nuestra Señora de los Dolores, escultura de Lujan Pérez)

Soneto en la dulzura innumerable de María

Es dulce tu puñal, dulce María,
y su punta me hirió tan dulcemente,
que la quiero clavada eternamente;
deme dolor la dulce Poesía.

Hiéreme más, oh dulce Madre mía,
hiéreme el pecho, hiéreme en la frente,
que a más puñal tu mano inmensamente
versos en luz eterna me daría…

Oh Madre dulce, el lírico secreto
del puñal que me hiere y me da vida
hácese ya dulzura de soneto

por el dulce milagro de la herida.
¡En tu panal, oh Madre —graves, tersos—,
mi Vía-Crucis de catorce versos! 

               Luis Doreste Silva

¡Bellas horas de la vida!…

              ¡Bellas horas de la vida!

En mis manos las magnolias perfumadas de tus manos
florecían; blancas, tiernas, de pureza virginal;
En mis labios las sonrisas de tus labios, rojos, sanos,
desgranaban el encanto de un sonoro madrigal.

En mis ojos de las luces de tus ojos los reflejos
fulguraban luz divina de otro mundo de ilusión,
luz divina de una llama que venía de allá lejos,
de allá arriba, de aquí dentro, de mi pecho, la emoción.

En mis sueños de tus sueños los miríficos dioramas
disipaban de las sombras de otros horas el capuz;
horizontes se encendían y grandiosos panoramas
en suntuosas lejanías irisados por la luz.

En mis ansias se escanciaba de tus ansias la dulzura;
era el vino de un anhelo que hacia un mundo celestial,
embriagado, me llevaba suavemente, en la ventura
de una vida inmarcesible, esotérica, inmortal.

En mis tímidas caricias, como el roce de unas alas,
cual el toque de aquel beso que se apaga sin rumor,
se cernían tus caricias, mariposas cuyas alas,
con sus oros, orquestaban los silencios del amor.

En mi vida la fragancia embriagadora de tu vida,
trascendiendo de este vaso palpitante de mi ser,
perfumaba el holocausto, sobre el ara bendecida,
de otro sueño, de otra gloria que no fueras tú, mujer.

¡Bellas horas de la vida que emprendisteis la carrera
de infinitos y de soles hacia ignota eternidad,
arrastradme con vosotras, transportadme adondequiera!…
¡Qué no sienta yo el vacío de esta inmensa soledad!…

                                                               José F. Hidalgo

Imagen: Ilustración perteneciente al manuscrito «Las muy ricas horas del duque de Berry» (también conocido como «Las bellas horas de Jean de Berry»).