La familia Dominicana
España fue la tierra escogida por el Señor para que viese la luz Santo Domingo de Guzmán. «Esa luz, dice un ilustre escritor del siglo fenecido, fue encendida por primera vez en la frente de Santo Domingo, niño, en forma de resplandeciente estrella». Estrella, símbolo del carácter distintivo de su Orden, que ostenta como mote en su escudo heráldico una mágica palabra, Veritas, reflejo del Verbo del Padre celestial; y la verdad dilata e ilustra las inteligencias y educa y enaltece los corazones, libertando a aquéllas de las nieblas del error y a éstos del ominoso yugo de las pasiones: «Veritas liberabit vos».
Lucere et ardere, blasón que les dio Juan XXII. La Orden del antiguo Canónigo Regular y Arcediano de. la catedral de Osma, después evangelizador del Mediodía de Francia contra los multiformes e impíos errores de los Albigenses, es la primera que se propuso por objeto la predicación, misión capital de los apóstoles y sus sucesores los obispos: Id y enseñad a todas Las gentes: Ite et docete.
Y tan sin fronteras fue el celo y tan gigantescos expansivos los bríos con que los Hijos de Domingo comenzaron desde su infancia a recorrer el camino de la siembra de la palabra de Dios, que la tradición refiere que ya en los albores de la Orden, al dirigirles Honorio III un Breve laudatorio, quiso comenzar: «A nuestros amados Hijos en Cristo los Hermanos (Frailes) que predican en…»; y como su memoria, su diestra y su pluma se fatigaban en querer enumerar las varias regiones teatro de su celo, cortó por lo sano en aras de la brevedad, escribiendo: «A nuestros amados Hijos en Cristo los frailes Predicadores: Salud y bendición Apostólica». Con ello quedó ya canonizada la augusta misión apostólica y docente que caracterizó ab incunabulis a los Hijos del más ilustre de los ilustres Guzmanes españoles, y que ellos han difundido y perpetuado ore et cálamo, sin los desmayos del pesimismo, por los ámbitos del orbe en el espacio de siete centurias. El odio a la herejía y la consiguiente defensa, científica y ardorosa, del dogma y la verdad, son sus características: Púgiles fidei et vera muudi lumina apellidólos en otra ocasión el repetido Honorio.
Y el benedictino Bto. Urbano V, aún en ocasión poco favorable para la Orden, hizo de ellos este lacónico, pero compendioso elogio: «No me acobardan las herejías ni sus ramificaciones, mientras subsista en pie de guerra esta Orden».
Nos explicamos perfectamente el natural asombro de un ilustre miembro de la preclara Compañía de Jesús, el elocuente orador P. Félix, al contemplar la colosal grandeza de la Orden dominicana. Superan la cifra de cincuenta mil (!) (y no se tome a hipérbole) los Mártires que la han fecundado con su sangre, y tenemos entendido se está tramitando en Roma el proceso de Beatificación de mil trescientos del Japón. —¿Misioneros no Mártires? Sabe su número Aquel que cuenta las arenas del mar: valga por todos San Vicente Ferrer, el Ángel del Apocalipsis, la trompeta del Juicio final, apóstol de Valencia, España y media Europa.
Y aparte de este nuevo Elías y Bautista del siglo XIV, los pies evangelizadores de los Hijos de Domingo han encallecido en sus correrías apostólicas por la culta Europa como por las regiones antípodas: su celo devorador hales hecho plantar sus tiendas lo mismo entre los infecundos hielos árticos que en los calcinados arenales de la zona tórrida.
Y han fijado la Cruz redentora en las atrevidas crestas de los alcores coronados de nieve virgen, donde asoma su búcaro descolorido y enfermizo la Campanilla blanca, flor del hielo, en busca de las tibias caricias de un sol de invierno, y en las profundas cuencas de los valles, donde germina lozana y luce sus colores amarillo y rojo la Primavera, primer adorno con que se engalana la naturaleza al advertir la proximidad de la estación florida: ¡oh!, «¡cuán graciables son los pies de los que evangelizan la paz y el bien!»
Y, ¿hay Maestros en esta Orden, docente por antonomasia? Ahí está Alberto Magno, Doctor universalis, que es legión. Y el nombre augusto de Maestro General ostenta el supremo Jerarca de la misma, en una áurea cadena de 79 eslabones, arrancando del Querúbico Patriarca y terminando hoy en el Rmo. P. Gillet: Y 13 de ellos son españoles, entre los cuales descuella el tercero, el por varios títulos insigne catalán San Raimundo de Peñafort, canónigo de Barcelona, Penitenciario de Gregorio IX, eminente canonista, compilador de las Decretales, co-fundador de la Orden de la Merced y modelo de desprendimiento, desinterés y humildad, pues renunció sin dolor y generosamente el Magisterio General de la Orden y rehusó el Arzobispado de Tarragona para vacar a la oración y al estudio, entre cuyos castos placeres murió casi centenario en la nobilísima Barcino, su patria, que se enaltece con la memoria de tan excelso hijo: canonizóle Clemente VIII en 1601.
Además, en el catálogo de los Maestros Generales figuran, aparte del Patriarca y el repetido Peñafort, varios Bienaventurados, y sabios muy eminentes, más un Papa, el Bto. Benedicto XI, diez cardenales, varios arzobispos y obispos, Legados a Latere, Nuncios Apostólicos, Inquisidores Generales e insignes Padres de todos los Concilios ecuménicos del siglo XIII acá: en la Orden son muchos centenares los cardenales y obispos. Y ha tenido la Orden muchos insignes confesores de Reyes. Y han prestigiado la Sede Apostólica cuatro hijos del querúbico Patriarca, el Bto. Inocencio V, el Beato Benedicto XI, ya citado, San Pío V, que cierra con aristocrático broche de amatista el áureo catálogo de los Papas canonizados, y el Venerable Benedicto XIII (Príncipe Orsini). Y exigencias del laconismo nos vedan apuntar siquiera las eminencias del catálogo de Maestros del Sacro Palacio, importantísimo cargo y alta dignidad de la Orden a través de siete centurias, arrancando esa especie de dinastía del propio Domingo.
Y, ¿tiene sabios tan egregia Orden? Su solo y desnudo índice ocuparía muchas paginas: valga uno por un ejército: Tomás de Aquino, titán de la Metafísica, querubín de la Teología, Príncipe del Escolasticismo, que tras de siete siglos sigue empuñando en su vigorosa diestra el cetro de la ciencia divina: el Tridentino, que en el estrado presidencial colocó a la derecha del Crucifijo la Sagrada Escritura, colocó a la izquierda al mismo—¡honor insigne!—la Suma del Santo: «Consulamus divum Thomam», clama la Iglesia en los casos difíciles y espinosos, y todos los gloriosos Pontífices de nuestra época rivalizan en proclamar y dilatar su Dictadura científica, que no tiene peligro de languidecer.
¿Y artistas? De su dilatada serie no mencionemos sino al Beato Angélico de Fiésole (el celebérrimo Fray Angélico), celoso de la pintura espiritualista y mística, cuyos maravillosos frescos, con sus ángeles y vírgenes ideales, parecen anticipamos las delicias paradisíacas.
Y lo apuntado, nada más que ligerísimamente apuntado, y lo que la brevedad nos obliga a silenciar, no es más que un pálido reflejo de la primera Orden dominicana, primera por el sexo más noble y por los honores divinos del sacerdocio, pues no fue cronológicamente la primera engendrada por el regalado Capellán de la Virgen y simpatiquísimo Patriarca del Rosario, ariete formidable contra la herejía albigense y contra las de todos los tiempos sucesivos.
La primera fundación del Santo Patriarca fue el Monasterio de Proville, cabe Franjaux en Francia, refugio de doncellas nobles perseguidas por los herejes, y fue el origen de la Segunda Orden venero de santas vírgenes y viudas. Y de la Tercera Orden de Penitencia bástenos citar uno de los nombres más gloriosos del sexo femenino, Santa Catalina de Sena, que nos atreveríamos a llamar la mujer fuerte del siglo XIV, pues fue sostén, confidente y Embajadora de los Papas Gregorio XI y Urbano VI, y consejera de cardenales y obispos, y hasta de su director y confesor el Beato Raimundo de Capua, su hermano de hábito.
¡Colosal es la grandeza de la Orden de Predicadores! Como su hermana gemela la Orden Seráfica, en sus tres ramas cuenta con varios centenares de Santos, Beatos y Venerables, con príncipes y magnates, así como multitud de sabios, eminencias y notabilidades, tanto en sola la rama femenina (Segunda Orden) como con los dos sexos de la Tercera, así claustral como secular.
Si «el hijo sensato es la gloria del padre», ¿cuántas y cuán grandes son las glorias del querúbico Patriarca, que se alegra con la sabiduría y santidad de tantos hijos santos y sabios? Al contemplar asombrado tan magnífica visión de celestial ensueño, una santa envidia nos trae a las mientes las palabras de un Profeta: «¡Muera yo con la muerte de los justos, y sean mis postrimerías semejantes a las suyas!»
Jose Erice Espelosin, Canónigo Arcipreste de Mondoedo.
Hormiga de Oro, agosto de 1932.
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Festividad de Santo Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de Predicadores
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