La tarde de la Ascención

La tarde de la Ascención

Era la luz sobre la tarde,
última tarde, triste y plena.
Yo lo recuerdo. Tú ascendías.
Era la luz triste y serena.
Subías dulce y amoroso
como un envío de la tarde buena,
y la luz serenabas, como un monte
la tarde puede serenar inmensa.
El mundo todo era un murmullo;
suave dolor, gemido era.
Ibas entre los aires delicado
bajo la primavera.
Yo lo recuerdo. Una voz dijo:
«Fue como luz sobre la tierra».
Luego el silencio invadió el aire
iluminado de tristeza.
Desde la tierra un niño contemplaba
apagándose arriba tu presencia.
Luego miró el crepúsculo, los campos.
Pasaba un ave. Tarde lenta.

Carlos Bousoño Prieto

La mirada de María

La mirada de María
Yo también quisiera poseer, Santa María,
ojos tan lúcidos como los tuyos.
Para comprender el Misterio que te hace grande
Para entender la Palabra que te hizo feliz
Yo también quisiera tener tus ojos, Santa María,
para descubrir definitivamente a Jesús
y no perderlo ante tanto escaparate que la vida me ofrece.
Yo también quisiera tener tus ojos, Santa María,
y por encima de valles y de montes
saber que me espera un horizonte en Dios
con los brazos abiertos.
¿Cómo conseguir tu mirada?
¿Cómo alcanzar tu vista?
¿Cómo mantener la nitidez de tus ojos?
«Sólo con la oración», me respondes Santa María,
se limpian tanto los ojos como el alma
Sólo con la obediencia
se alcanza a ver lo que el mundo niega
Sólo con la confianza
los ojos llegan donde el hombre no atina
Sólo con la sencillez
los ojos traspasan lo que la inteligencia nos dificulta
¡Ayúdame, Santa María!
Dame esos ojos grandes que ven a Dios
Dame esos ojos limpios que contemplan a Cristo
Dame esos ojos penetrados por los rayos del Espíritu
Y, si acaso no puedo,
sólo te pido que no dejes de mirarme.
Amén.
Padre Javier Leoz

Yo volveré a cantar

Yo volveré a cantar

Yo volveré a cantar
el amor y la esperanza.
Yo volveré a cantar
los caminos de la paz.
Quizá me veas sufriendo
por amar a los demás.
Quizá me veas gritando
que el pobre no tiene pan.
La cárcel no es mi morada,
las rejas se romperán.
Si fuertes son las cadenas
más fuerte es nuestro luchar.
Quizá me veas morir.
Quizá me veas marchar.
No llores si eres amigo,
me volverás a encontrar.
No sé ni cómo ni cuándo,
pero será en un lugar
en donde no haya cadenas
y en donde pueda cantar.

Ricardo Cantalapiedra

Siempre que digo Madre

Siempre que digo Madre

Siempre que digo madre, voy diciendo tu nombre;
siempre que pido ayuda, te estoy llamando a ti;
siempre que siento gozo es que en ti estoy pensando;
con tu nombre en los labios me acostumbro a dormir.

Siempre que digo MADRE es que digo María;
siempre que digo MADRE voy cantando tu amor.
Digo tu nombre y nombro a mi mejor amiga:
MARIA MADRE MIA Y MADRE DEL SEÑOR.

Siempre que yo te canto es mi canto esperanza;
siempre que yo te rezo es himno mi oración;
siempre que yo te hablo es mi voz alabanza,
y tu nombre yo llevo siempre en mi corazón.

Siempre que tengo dudas en ti encuentro certeza;
Siempre que tengo miedo eres tú mi valor;
siempre en mis desaliento eres tú mi confianza
y tu nombre yo invoco como ayuda y favor.

J. Madurga (Reflejos de luz).

Mi padre, los pájaros y San Martín de Porres

Mi padre, los pájaros y San Martín de Porres

                                                                                                 Elena Escribano. Poeta

Mi padre silbaba como un pajarico. Se llamaba Pepe Escribano, Pepito, el de Elena, le decía la gente cercana en referencia a su madre. Él me enseñó a silbar y hacer gorgoritos con un hilo de aire controlado por la presión de los labios, y sigo haciéndolo, y a veces he causado desconfianza cuando, en un baño de chicas, no me doy cuenta y me pongo a silbar.

Era, en muchas cosas, como un pajarico. Adoraba su casa. Cuando, tras morir mi madre, mis hermanos le dijeron que, si no quería dejarla, al menos pasara temporadas con ellas. Él siempre contestaba: “Jaula nueva, pájaro muerto”.

Mi padre era alto y grande, de pelo blanco y ojos grises, a veces nos llevaba en la moto de paquete, y entonces, las cuatro hermanas, una a una, nos sentíamos únicas en el mundo. Nuestros primeros pasos de baile los aprendimos colocando nuestros zapatitos sobre sus zapatos y agarradas, a su cinturón, mientras él nos sujetaba. Le gustaba mucho bailar y lo hacía muy bien, según mi madre, otra bailona que soñó los ojos de su primer hijo mientras bailaba con él en el casino del pueblo.

Mi madre era muy guapa. Mi padre decía que se había casado con la más guapa del pueblo; de hecho, el mayor piropo que podía decirnos a las cuatro hermanas era: “Estás tan guapa como tu madre cuando tenía tu edad”.

Lo adorábamos, como más tarde también lo adoraron sus nietos, porque mi padre siempre fue por libre. Era capaz de todo por ellos. Cuando un día su nieto Pepito pidió a la chica que lo cuidaba que llamara por teléfono a su abuelo, mi padre descolgó el auricular y solo oyó una vocecita que le decía: “Abuelo Pepe, no puedo vivir sin ti”. Mi padre cerró la tienda esa mañana en Murcia, y se plantó en Soria al anochecer.

Era muy bromista, pero también muy tímido, por eso nos sorprendió cuando, tras ver una película de san Martín de Porres y descubrir que era el patrón de los basureros y un santo cuidador de enfermos, escribió a los dominicos de Barcelona para pedirles la novena del santo. Cuando la recibió, la copió varias veces en su Olivetti y la encuadernó con unas tapas de plástico rígido verdes. La leía todas las noches porque estaba convencido de que su san Martín le ayudaría a morir sin miedo ni pesadumbres. Estaba enfermo del corazón desde los treinta y poco años y confiaba en sus cuidados.

En la mesita de su dormitorio siempre había una estampa del santo, bastante fea, por cierto, y la novena. En cierta ocasión, el hijo de mi marido le preguntó qué era ese librito que leía todas las noches y nunca se le acababa. Él le explicó que era una novena y por qué la leía. El chaval también lo adoraba.

Crecimos viendo su amor y su confianza en san Martín, y esa estampa tan fea en su mesita de noche.

El 2 de noviembre de 1989 le dijo a mi hermana Mariángeles que no sacara la basura al contenedor porque esa noche no pasarían los basureros: “Mañana es el santo de mi negrito y tenemos que celebrarlo”. Así, con ese diminutivo que los murcianos usamos para lo más cercano y tierno que nos habita.

Al día siguiente, antes de irse al casino después de comer, le dejó a mi hermana una granada en un cuenco, pelada y desgranada, para que se mantuviera fresquita cuando ella volviera del trabajo a casa, y se marchó, como todas las tardes, a jugar su partida con los amigos.

En medio de la partida le dijeron: “Pepe, mueve ficha”. Él inclinó la cabeza, en silencio. Había muerto. El 3 de noviembre, el día del santo de su negrico. Sin miedo y sin sufrimiento, exactamente como él pedía que fuera a suceder.

Hoy, treinta y dos años después, aquella estampa grande tan fea rompe absolutamente la estética muy cuidada de mi dormitorio azul.

Mi padre era como un pajarico.

Ahora está alegrando con su silbo y sus trinos a la gente, allá, por los jardines de Dios.

Valencia, 3 de noviembre de 2021

Fuente: Revista Amigos de Fray Martín, Enero-Febrero de 2022, nº 586.