SANGRE DE MÁRTIRES
Sangre de mártires, sí, que hará florecer y embellecer, más y más el jardín de Cristo. Jóvenes que caen en tierra de misión, henchidos sus pechos de esperanza. La furia salvaje de la bestia humana se ha ensañado en unos servidores del Señor, que han caído humildes, valientes, apretada la Cruz en sus manos, mirando al Cielo. En ese instante supremo, Dios les ha acompañado más que en ningún otro. Habrán tenido la visión retrospectiva inevitable de toda tragedia; sus madres, su tierra, su vida infantil… Y, después de ser esculpidos y arrastrados, habrán muerto con una plegaria en sus labios. Alguien podrá exclamar: ¡pobres misioneros! Pero se equivocan quienes les compadecen, porque han ofrendado sus vidas por el más alto ideal. Han crujido sus huesos, han cegado sus ojos, han roto sus entrañas y, en definitiva, los han divinizado al convertirlos en héroes de Cristo, otorgándoles el máximo galardón a que pueda aspirar un ser humano.
Yo imagino a este grupo, con sus hábitos blancos, al pie del Sagrario, hermanados ante la muerte en la morada de Dios. Fuera, un batir de tambores -el siniestro “tam-tam”-; entre aullidos de fieras. Dentro, la luz mortecina de una lámpara y un susurro valiente y sereno de plegarias. La pasión sanguinaria que avanza. El pelotón de Cristo que espera con el alma en vilo. ¿Qué pueden contra ello las flechas, el odio, la tortura, la muerte? En ese instante supremo, las campanas de todas las iglesias habrán repicado a gloria en el corazón de estos mártires. En ese momento sublime, la mirada del Señor les habrá inflamado de santo orgullo. Y todo el orbe católico ha hecho sonar en sus oídos un himno clamoroso de amor, infundiéndoles valor y alegría.
Quién fuera poeta para poder cantar, con versos ardorosos, la gesta magnífica de estos mártires del Evangelio, gritando por todos los confines estrofas de amor y compasión a los verdugos, de reverencia y exaltación a las víctimas. No saben esos pobres asesinos que la sangre de mártires embellece y perfuma el jardín del Señor. No piensan esos caníbales de carne cristiana que sus banquetes macabros son una ofensa, pero también un servicio a la Iglesia de Cristo. No imaginan siquiera que cada uno de estos soldados que caen empuñando su cruz, hace surgir legiones de cristianos que, con brío redoblado, les siguen, les rezan y les glorifican.
Desdichados secuaces de la barbarie materialista, que en tierras de Rusia, de Cuba o del Congo aspiran a extirpar la semilla de Dios con el espectro del tormento y de la muerte en siervos de su causa! Olvidan que Aquel divino soñador que paseó sus sandalias por los campos de Palestina, ya anunció la buena nueva de estas persecuciones, como un renacer glorioso de su doctrina. Son ellos, sus discípulos, los mejores, los que buscan con gozo el tormento, los que no saben gritar, sino rezar; los que no temen la muerte, sino la desean; los que desafían la vesanía de tales jerifaltes, con una mirada de perdón.
Benditos sean los que así saben honrar al Señor. Honor y gratitud hacia esos, misioneros, que han muerto con el beso de Dios en sus frentes.
Carlos Ramírez Suárez, “En la ruta de mis recuerdos” (1976)
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Por los mártires: Testigos
Sois fuerza, sois alma, sois tierra;
sois signo de vida y grandeza.
Sois faros, luceros, faroles;
sois luz, sois credo y bandera.
Hombres, mujeres del mundo
que en Dios pusisteis el rumbo
y frente a barbaries humanas
sois fuego y carne y triunfo.
Marcáis de estrellas los cielos
guiando a la Iglesia de Cristo.
Testigos del Dios más profundo
que salva y destierra lo inmundo.
Blasones de perlas y mármol,
entrega, valor, sacrificio,
consagrados y peregrinos,
la sal, la luz, el compromiso.
Sois, pues, los mártires de Cristo
que es Camino, Verdad y Vida…
¡Sois testigos!
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Hoy la Iglesia Católica celebra la festividad de San Esteban, el primer mártir (protomártir) que derramó su sangre por proclamar su fe en Jesucristo.
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