Enséñame, Señor, tus caminos

Enséñame, Señor, tus caminos

Enséñame, Señor, tus caminos.
Hazme comprender
que no soy un solitario
por las veredas de la vida.
Tú eres un Dios compañero, amigo;
un Dios caminante que precedes mis pasos
y me esperas por donde tengo que atravesar.

Enséñame, Señor,
que tú haces tuyos mis caminos
y los riegas de amor y de verdad.

Enséñame, Señor,
que tú reservas el camino de mi vida ordinaria
para enseñarme tus secretos
y para sellar una alianza duradera conmigo.

Enséñame, Señor, que mis caminos
son un lugar de encuentro contigo
para hacer el camino contigo
y de mi camino,
tus caminos.

Álvaro Ginel

El Niño Jesús, única luz de esperanza

El Niño Jesús, única luz de esperanza en la noche de nuestros tiempos

Fuente del texto: adelantelafe.com

Las tinieblas de la primera Navidad de la era cristiana no eran sólo las de una gélida noche invernal en Belén, sino la oscuridad de una sociedad en la que bajo el más grande imperio de la historia los hombres estaban lejos de la verdadera felicidad, porque el poder, las riquezas y los honores sólo son causa de afán y sufrimiento cuando se es incapaz de aprovecharlos para la gloria de Dios. La Divina Providencia llenó el vacío del mundo. «No temáis –dijo el Ángel a los pastores– porque os anunció una gran alegría que será para todo el pueblo: hoy os ha nacido en la ciudad de David un Salvador, que es Cristo Señor» (Lc. 2, 8-11).

No era fácil reconocer al Salvador y al Señor del Cielo y de la Tierra en aquel Niño que veía la luz en la gruta de Belén. Era necesario hacerse niño como Él, porque los corazones encallecidos de los orgullosos no son capaces de entender lo que es patente a la vista de los sencillos. «Si no volviereis a ser como los niños no entrareis en el Reino de los Cielos» (Mt. 18, 1-4), dice el Evangelio; Dios ha encubierto estas cosas a los sabios y los prudentes y las revela a los pequeños (Mt. 11, 25).

Los pastores se hicieron pequeños como el Niño Jesús adorando en Él a aquel Dios que, como dice San Agustín, «asumió lo que no era para seguir siendo lo que era». «Es un nuevo estado –comenta a su vez León Magno–, porque aun siendo invisible en su naturaleza se ha hecho visible en la nuestra. Él, que es inmenso, ha querido encerrarse en el espacio; permaneciendo en su eternidad, ha querido empezar a existir en el tiempo». Quien nace en el pesebre es el Verbo Encarnado, verdadero Dios y verdadero hombre, esperado durante siglos por las naciones, que viene al mundo para glorificar a Dios y redimir a la humanidad.

Los pastores y los Reyes Magos comprendieron su grandeza, mientras que el Sanedrín lo condenaría a muerte. El orgullo no es capaz de entender que existe una sola Iglesia, una sola religión verdadera, un solo Verbo Salvador. Y sin embargo, el día de Navidad la fidelidad, la Verdad, germinará de la tierra (cf. Sal. 84, 12) y nace para todos la salvación del mundo. El valor salvífico de la venida de Jesús es para todos los tiempos y lugares. Los Apóstoles propagaron esa verdad salvífica por el mundo, y los cristianos de los primeros siglos la profesaron en las persecuciones y la vieron públicamente reconocida después de Constantino.

La verdad del Evangelio infundió vida a una gran civilización, que emergió vigorosamente del caos de la edad de la barbarie con el influjo de energía natural y sobrenatural de los pueblos bautizados y ordenados a Cristo. Ese nuevo mundo se conformó armónicamente al orden natural dispuesto por Dios cuando creó el universo y al orden sobrenatural inaugurado por la Redención.

La nueva sociedad, hija del Evangelio, se llamó civilización cristiana. Sus raíces se hunden en el misterio natalicio. «Si se mira desde una perspectiva histórica –dice Plinio Correa de Oliveira–, la Santa Navidad fue el primer día de la civilización cristiana. Una vida todavía en germen e incipiente, como las primeras luces del sol naciente, pero era una vida que ya contenía en sí todos los elementos incomparablemente ricos de la espléndida madurez a la que estaba destinada».

Tras alcanzar su culmen en el Medievo, la civilización cristiana sufrió un proceso de decadencia. En la encíclica Immortale Dei, León XIII afirma que «el pernicioso y deplorable afán de novedades promovido en el siglo XVI, después de turbar primeramente a la religión cristiana, vino a trastornar como consecuencia obligada la filosofía, y de ésta pasó a alterar todos los órdenes de la sociedad civil». La religión, la intelectualidad, la política y la sociedad fueron progresivamente objeto de un proceso de disolución que a pesar de haber sido emprendido en nombre del hombre llegó a negar después de Dios al propio hombre, hecho a imagen y semejanza de Él.

Hoy en día, el mal moral que asalta al cristiano occidental ha llegado a su fase terminal. La metástasis parece extenderse hasta el interior del Cuerpo Místico de Cristo. Reina el desorden en el mundo, y la angustia atenaza los corazones. La Iglesia y la sociedad no viven momentos de paz y tranquilidad, sino de profunda confusión. Los ojos se dirigen al Cielo y no ven otra cosa que la oscuridad de una noche sin estrellas.

Para volver a encontrar el camino no hacen falta reuniones cumbre, solemnes proclamas ni complejos andamiajes intelectuales, sino la sencillez de corazón que penetra hasta el fondo de las cosas revelando sus más recónditos aspectos. El cristiano sabe que el misterio de la Navidad, al igual que el de la Resurrección, es el símbolo y la luminosa realidad de la luz que destruye las más espesas tinieblas. Así sucedió en Belén, y así suele suceder en la historia.

Los corazones orgullosos rechazan con actitud de suficiencia el concepto de que la Divina Providencia sea capaz de actuar para desbaratar los planes de los hombres y suscitar un gran renacimiento cristiano en el siglo XXI. Los corazones sencillos, contemplando en los días navideños el Santo Pesebre, comprenden que de las tinieblas puede surgir inesperadamente la luz. Todo es actualmente confusión y desorden a nuestro alrededor, mientras en torno al Pesebre reinan el orden, el recogimiento y la vida interior. El mundo que nos rodea es como una espuma amenazante en un mar tempestuoso. Pero el pesebre nos recuerda la profundidad del mar interior del que tomó nombre María, Madre del Verbo Encarnado. Pidámosle a Ella que nos dé al Santo Niño, única e inextinguible luz que no deja de iluminar la noche de nuestros tiempos.

Traducido por Bruno de la Inmaculada

Esperar como María

Esperar como María

Esperar bien despiertos, pero no desvelados.
Esperar caminando, pero no adelantándonos.
Esperar embarazados, pero no adueñándonos.
Esperar expuestos, pero no a cualquier viento.
Esperar sedientos, pero no yermos.

Esperar entre niebla, pero no perdidos en esta tierra.
Esperar con velas encendidas, pero no consumidas.
Esperar ofreciéndonos, pero no vendiéndonos.
Esperar preparando tu camino, pero no encorvándonos.
Esperar en silencio, pero cantando a lo que va viniendo.

Esperar gestando, no abortando.
Esperar acogiendo, no reteniendo.
Esperar dándonos, no reclamando.
Esperar en silencio, no alborotando.
Esperar compartiendo y disfrutando.

Esperar aunque sea de noche
y no veamos signos en el horizonte.
Esperar a cualquier hora del día,
aunque nos quedemos solos y se rían.
Esperar en soledad… ¡y en compañía!
Esperar con mucha paz, pero pellizcados por los hermanos.

Esperar anhelando, pero mecidos en su regazo.
Esperar mirando a lo alto, pero con los pies asentados.
Esperar refrescándonos en tus manantiales vivos y claros.
Esperar encarnados y naciendo a tu Reino prometido.

Esperar en este tiempo de crisis y recortes.
Esperar con el Evangelio en la mano.
Esperar con los que vienen y con los que se van.
Esperar disfrutando lo que se nos ha dado.
Esperar saludándonos y amándonos.

Esperar viviendo y profetizando.
Esperar sufriendo, pero enamorándonos.
Esperar pregonando que nos has encontrado.
Esperar con el regazo listo para tu descanso.
Esperar, para que no pases de largo.

Esperar con mucho gozo y osadía.
Esperar con humildad, atentos a toda brisa.
Esperar que el Espíritu fecunde nuestra vida.
Esperar el milagro de tu presencia viva.
Esperar tu encarnación definitiva en esta tierra.

¡Esperar como María!

Florentino Ulibarri

Dios Padre, tú nos quieres a todos

Dios Padre, tú nos quieres a todos

Me cuesta, Padre, imaginarte, como juez duro,
porque sé que nos amas incondicionalmente,
que aceptas todas nuestras debilidades,
que conoces nuestras incongruencias
y con ellas nos quieres y nos impulsas al amor.

Yo sé que tú no cuentas la vida por los ritos,
que quieres que vivamos contigo una historia de amor,
para dinamizarnos, para sacarnos de la rutina,
para entusiasmarnos y llenarnos la vida de ilusión.

Tú, Padre, aportas salud a nuestra historia personal,
llenas de plenitud nuestra mediocridad frecuente,
nos perdonas una y mil veces, o setenta…
y nos haces tuyos en los buenos y malos ratos.

Tengo la seguridad de tu amor incondicional
y eso me basta para vivir la vida seguro y fascinado,
contigo, con tu gente, con tu Iglesia y con tu Amor.

Mari Patxi Ayerra

Una rosa ha brotado

Una rosa ha brotado

Una rosa ha brotado
en un lindo vergel,
el capullo anunciado
del tallo de Jesé.
Ha nacido una flor
en medio de la noche
de un invierno helador.

El capullo de rosa que yo digo
ya lo menciona Isaías:
es María Inmaculada,
que nos trajo la florecilla.
De la eterna Palabra de Dios
ha dado a luz un Hijo
y se mantiene doncella y pura.

La florecita minúscula
que tan dulce nos huele
con su brillo tan claro
disipa las tinieblas.
¡Hombre verdadero y Dios verdadero!
Nos ayuda en las penas
y nos salva del pecado y de la muerte.

Del CANTORAL DE ESPIRA (1599)