Un nombre

Un nombre
Buscaba un nombre
que pudiera describir lo absoluto,
que se elevara sobre todo nombre.
Un nombre para definir a los humanos,
para llamar a Dios.
Buscaba un nombre
que pudieran pronunciar, con júbilo,
niños y viejos,
que evocase los instantes
más importantes de cada historia.
Buscaba un nombre
que dejase callados a los malos poetas
y soltase la lengua de los hombres rudos,
que se tradujese en besos,
en abrazos,
en gestos de compasión,
en manos limpiando heridas,
en llanto fecundo,
en canciones eternas,
en silencios vivos.
Desechó muchos nombres
que encorsetaban la vida en leyes,
cálculos y méritos. Y otros tantos
que exigían aplausos, reverencia o miedo.
Arrojó por la borda proclamas absurdas,
palabras vacías, promesas efímeras.
Al final lo encontró.
Y el nombre se hizo verbo,
y el Verbo se hizo hombre,
y habitó entre nosotros.

José María R. Olaizola, sj.

Tu nombre

Tu nombre

Quiero decir tu nombre,
cantar tu nombre,
gritar tu nombre,
proclamar tu nombre,
anunciar tu nombre,
aprender tu nombre,
susurrar tu nombre.

Quiero escribir tu nombre,
deletrear tu nombre,
pintar tu nombre,
grabar tu nombre,
esculpir tu nombre,
tatuarme tu nombre,
llevar tu nombre.

Quiero ver tu nombre,
escuchar tu nombre,
respirar tu nombre,
sentir tu nombre,
gustar tu nombre,
reír tu nombre,
besar tu nombre.

Quiero soñar tu nombre,
querer tu nombre,
pedir tu nombre,
acoger tu nombre,
enseñar tu nombre,
regalar tu nombre,
compartir tu nombre.

Quiero recrear tu nombre,
adorar tu nombre,
confesar tu nombre,
desvelar tu nombre,
contemplar tu nombre,
bendecir tu nombre,
vivir tu nombre.

Y quiero que me dejes,
después, estar en silencio
y a tus pies, vacío y libre,
para que tu nombre llene todo mi ser,
como llenó el de María y José,
el de los pastores de Belén
y el de los que fueron después.

Florentino Ulibarri

El Niño Jesús, única luz de esperanza

El Niño Jesús, única luz de esperanza en la noche de nuestros tiempos

Fuente del texto: adelantelafe.com

Las tinieblas de la primera Navidad de la era cristiana no eran sólo las de una gélida noche invernal en Belén, sino la oscuridad de una sociedad en la que bajo el más grande imperio de la historia los hombres estaban lejos de la verdadera felicidad, porque el poder, las riquezas y los honores sólo son causa de afán y sufrimiento cuando se es incapaz de aprovecharlos para la gloria de Dios. La Divina Providencia llenó el vacío del mundo. «No temáis –dijo el Ángel a los pastores– porque os anunció una gran alegría que será para todo el pueblo: hoy os ha nacido en la ciudad de David un Salvador, que es Cristo Señor» (Lc. 2, 8-11).

No era fácil reconocer al Salvador y al Señor del Cielo y de la Tierra en aquel Niño que veía la luz en la gruta de Belén. Era necesario hacerse niño como Él, porque los corazones encallecidos de los orgullosos no son capaces de entender lo que es patente a la vista de los sencillos. «Si no volviereis a ser como los niños no entrareis en el Reino de los Cielos» (Mt. 18, 1-4), dice el Evangelio; Dios ha encubierto estas cosas a los sabios y los prudentes y las revela a los pequeños (Mt. 11, 25).

Los pastores se hicieron pequeños como el Niño Jesús adorando en Él a aquel Dios que, como dice San Agustín, «asumió lo que no era para seguir siendo lo que era». «Es un nuevo estado –comenta a su vez León Magno–, porque aun siendo invisible en su naturaleza se ha hecho visible en la nuestra. Él, que es inmenso, ha querido encerrarse en el espacio; permaneciendo en su eternidad, ha querido empezar a existir en el tiempo». Quien nace en el pesebre es el Verbo Encarnado, verdadero Dios y verdadero hombre, esperado durante siglos por las naciones, que viene al mundo para glorificar a Dios y redimir a la humanidad.

Los pastores y los Reyes Magos comprendieron su grandeza, mientras que el Sanedrín lo condenaría a muerte. El orgullo no es capaz de entender que existe una sola Iglesia, una sola religión verdadera, un solo Verbo Salvador. Y sin embargo, el día de Navidad la fidelidad, la Verdad, germinará de la tierra (cf. Sal. 84, 12) y nace para todos la salvación del mundo. El valor salvífico de la venida de Jesús es para todos los tiempos y lugares. Los Apóstoles propagaron esa verdad salvífica por el mundo, y los cristianos de los primeros siglos la profesaron en las persecuciones y la vieron públicamente reconocida después de Constantino.

La verdad del Evangelio infundió vida a una gran civilización, que emergió vigorosamente del caos de la edad de la barbarie con el influjo de energía natural y sobrenatural de los pueblos bautizados y ordenados a Cristo. Ese nuevo mundo se conformó armónicamente al orden natural dispuesto por Dios cuando creó el universo y al orden sobrenatural inaugurado por la Redención.

La nueva sociedad, hija del Evangelio, se llamó civilización cristiana. Sus raíces se hunden en el misterio natalicio. «Si se mira desde una perspectiva histórica –dice Plinio Correa de Oliveira–, la Santa Navidad fue el primer día de la civilización cristiana. Una vida todavía en germen e incipiente, como las primeras luces del sol naciente, pero era una vida que ya contenía en sí todos los elementos incomparablemente ricos de la espléndida madurez a la que estaba destinada».

Tras alcanzar su culmen en el Medievo, la civilización cristiana sufrió un proceso de decadencia. En la encíclica Immortale Dei, León XIII afirma que «el pernicioso y deplorable afán de novedades promovido en el siglo XVI, después de turbar primeramente a la religión cristiana, vino a trastornar como consecuencia obligada la filosofía, y de ésta pasó a alterar todos los órdenes de la sociedad civil». La religión, la intelectualidad, la política y la sociedad fueron progresivamente objeto de un proceso de disolución que a pesar de haber sido emprendido en nombre del hombre llegó a negar después de Dios al propio hombre, hecho a imagen y semejanza de Él.

Hoy en día, el mal moral que asalta al cristiano occidental ha llegado a su fase terminal. La metástasis parece extenderse hasta el interior del Cuerpo Místico de Cristo. Reina el desorden en el mundo, y la angustia atenaza los corazones. La Iglesia y la sociedad no viven momentos de paz y tranquilidad, sino de profunda confusión. Los ojos se dirigen al Cielo y no ven otra cosa que la oscuridad de una noche sin estrellas.

Para volver a encontrar el camino no hacen falta reuniones cumbre, solemnes proclamas ni complejos andamiajes intelectuales, sino la sencillez de corazón que penetra hasta el fondo de las cosas revelando sus más recónditos aspectos. El cristiano sabe que el misterio de la Navidad, al igual que el de la Resurrección, es el símbolo y la luminosa realidad de la luz que destruye las más espesas tinieblas. Así sucedió en Belén, y así suele suceder en la historia.

Los corazones orgullosos rechazan con actitud de suficiencia el concepto de que la Divina Providencia sea capaz de actuar para desbaratar los planes de los hombres y suscitar un gran renacimiento cristiano en el siglo XXI. Los corazones sencillos, contemplando en los días navideños el Santo Pesebre, comprenden que de las tinieblas puede surgir inesperadamente la luz. Todo es actualmente confusión y desorden a nuestro alrededor, mientras en torno al Pesebre reinan el orden, el recogimiento y la vida interior. El mundo que nos rodea es como una espuma amenazante en un mar tempestuoso. Pero el pesebre nos recuerda la profundidad del mar interior del que tomó nombre María, Madre del Verbo Encarnado. Pidámosle a Ella que nos dé al Santo Niño, única e inextinguible luz que no deja de iluminar la noche de nuestros tiempos.

Traducido por Bruno de la Inmaculada

Santo Niño Enfermero

Santo Niño Enfermero

Santo Niño Enfermero
de Dios Padre, de Dios Infante,
en el Sagrario siempre reinante
tiene tu lienzo glorioso asidero.

Y es en tu festivo domingo de enero
cuando, Niño Jesús, te tengo delante;
pidiéndote amparo para no ser errante
bajo esta negrura que no sabe del lucero.

Y si en el horizonte yo diviso la muerte,
sé mi paño de alivio; para que la fragancia
de tu caridad impregne todo ejercicio.

Que es esperanza el conmigo tenerte:
dame un poco de tu Santa Infancia
en la plegaria de mi último Juicio.

José J. Santana (La Orotava)

En la iglesia parroquial de San Francisco de Asís, en Las Palmas de Gran Canaria, recibe culto un lienzo denominado el Niño Enfermero. A la imagen, de autor desconocido, se le atribuye curaciones prodigiosas, contando actualmente con gran devoción.

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Enlace relacionado: Santo Niño Enfermero

Villancico Eucarístico

VILLANCICO EUCARÍSTICO

El Niño Jesús
se marchó a la viña;
¿qué recogerá?
¿qué recogería?
El Niño Jesús
marchó a la colina,
¿qué recogerá?
¿qué recogería?
Un racimo halló
de la sangre viva.
Segando allí estaba,
recogió una espiga.
Marchó a Nazaret,
lo encontró María.
— ¿Qué haces ahí Amor,
Amor de mi vida?
— Prenda no encontré
de tanta valía:
Traigo el vino y pan
de la Eucaristía.

        (Anónimo)