La soledad de María y la soledad del pecador
Cuando una persona amiga siente en su alma el vacío de una pérdida irreparable, vamos a acompañarla para llenar su soledad con nuestro cariño. Eso hacemos con María, después de las horas desoladas del Jueves y del Viernes Santo. Y María nos agradece vivamente ese gesto, y se alegra de ser nuestra madre.
El sólo pensar en la soledad de una madre nos conmueve. Es que en esa expresión entran en juego dos palabras conmovedoras, que cuando se conjuntan alumbran en nosotros el relámpago de la emoción. La madre se queda sola. Esto es: el ser cuya vida no significa sino inmolación, sacrificio, entrega a otros seres, se queda sin esos seres que constituyen el sentido de su vida. Pero pudiera ocurrírsenos una pregunta: ¿Por qué está sola María? ¿Perdió María de veras a Jesús? ¿Ya no está María unida a Jesús? Aquí debemos precisar los términos:
A Jesús se le puede perder de dos maneras: físicamente y espiritualmente. Físicamente, María perdió muchas veces a Jesús. La verdad es que María debió de sentirse siempre un poco sola y un poco desconcertada al lado de Jesús. Sin duda, el ser madre de un Dios es algo muy grave. A través del episodio de la pérdida del Niño Jesús a los doce años, se deja entrever que María no comprendía del todo la actitud de Jesús. Sin embargo, María fue fiel a Jesús en el fondo de su alma, incondicionalmente.
Por eso, en las horas de delirio y de duda de la Pasión, María siguió muy unida espiritualmente a su Hijo. Es que María vivió siempre de la fe. Esta es su singular grandeza. Toda la vida de María se desarrolló en el plano del misterio. María vivió de Jesús y para Jesús. Esto es: María no tuvo otro fin en la vida que el ser la madre de Jesús. Ahora bien, el ser de María, y todo su ser, con sus cualidades y prerrogativas, estaba encaminado a ese fin. María no fue una mujer como las demás, que un día, ante la invitación de un ángel, aceptó ser madre de Dios, e inició su vida de misterio. María fue un ser singular desde su concepción. Por eso, María debió, sin duda, de sufrir mucho en su vida, porque todo privilegio implica un tributo de dolor.
Propendemos a pensar que la Virgen era madre de Jesús como las otras madres lo son de sus hijos, y entendemos su soledad al modo humano. Pero es algo distinto. Porque Jesús es Dios, que habita en el alma por la gracia, y hace sentir su presencia de una manera vivísima en las almas santas.
Podemos por ello decir que, en realidad, los que estamos solos somos nosotros, cuando, por el pecado, expulsamos a Dios de nuestro corazón. Bien vistas las cosas, quizá no debiéramos compadecer a la Virgen, sino compadecemos a nosotros mismos. Bien entendido que éste es el único medio de consolar eficazmente su soledad. Mereciendo esto una meditación especial.
Fr. Alfonso Pérez
(Revista La Merced, mayo de 1955)
Imagen ilustrativa: Virgen de los Dolores de la iglesia de Santo Domingo de Guzmán, La Orotava (Foto: Parroquia).
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La soledad de la Virgen
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