Vespertina (poema)

Vespertina

Casi, acaba la tarde… Tú estarás sola.
Entre tus dedos, todo delicadeza,
tal vez duerma el hechizo de una corola
o tal vez no es que duerme sino que besa…

Atentamente miras del cielo un trozo
azul ensombrecido… Ya los luceros
sobre tus ojos buscan un lar piadoso
donde olvidar su carga da mensajeros.

¡Pobre mía! Esa sombra que te saluda
no sabe que es muy niña tu alma extasiada.
Traerá nuevas tristes su faz desnuda
y tu puerta inocente ¡no está cerrada!

¡Pensar que en tu semblante se posa el frío
de soledad, viajero desde occidente,
y pensar que lo guardas como el envío
de un amor que tú sueñas tener ausente!

¡Tibieza hospitalaria de los lejanos
nidos! ¡Policromía del sol que muere!
Venid a mis ansiosas mendigas manos
para dar vuestras glorias a quien me quiere,

Disipad las tinieblas aterecidas…
Como ave fénix magna, sea la luz…
Mis cansadas pupilas quedan dormidas
en oración eterna junto a mi cruz…

Y en ese aliento débil, rescoldo huyente,
arrastrado en la tarde que ya termina,
ojalá aleteara la sonriente
caricia que te ofrenda mi vespertina…

                              Ángel Acosta
                 (S.C. de Tenerife, 1925)

Esta solemnidad está en destino (soneto)

Esta solemnidad está en destino

No sé de dónde viene. Me imagino
que de muy cimas altas se alimenta,
pues cuanta más serenidad aumenta
más elevada cúspide en camino.

Esta solemnidad está en destino
porque otros ámbitos sus lindes tienta.
O por lo menos, por las alas, cuenta
cercanías de panes y de vino.

Como si viéramos el mar distante
acercándose en olas y en arenas
por una playa de constante suelo.

Y si hubiese tornado navegante,
por un cosmos de lunas y sirenas,
la luz enaltecida del anhelo.

              Graciano Peraita

San Martín de Porres y su Tratado de amistad

fray martín y los hombres

Los actos de amistad de Martín de Porres daban lugar a «Tratados de amistad» en su más alto sentido.

Una de las características espirituales que sobresalieron en la personalidad de San Martín de Porres fue el sentimiento profundo de la amistad. Su capacidad de simpatía por los demás seres humanos fue ilimitada. Desconoció la enemistad, la antipatía, la inquina y el odio.

Es posible que no sea posible apreciar esa exquisita cualidad en todo su valor en estos tiempos, sobre todo en las grandes urbes sumidas en el bullicio y en la urgencia de todo. Pero en los lejanos tranquilos días de la colonia, mientras la ciudad se hallaba todavía sin empedrado y las gentes estaban en corto número, tenían la obligación de verse todos los días. En el atrio del templo, en el mercado, en la calle principal o en la portería del convento. Entonces, ese rozamiento constante ponía a prueba la amistad. Las simpatías o las diferencias se estimulaban a diario con el roce forzoso de las personalidades.

A Martín de Porres lo buscaban todos los que tenían conflictos espirituales o materiales como al mejor amigo de la ciudad. Cuentan sus biógrafos que tenía amigos en todas las capas sociales. Altos dignatarios de la iglesia, del foro y del gobierno; gentes sencillas, ricos y pobres; todos tenían en Martín a un amigo, a un confesor laico, para decir sus angustias, sus conflictos y secretos. Tenía el negro un inagotable don de simpatía y atracción y una lealtad inagotable. Amigable componedor, consejero, mediador, siempre lograba el éxito que luego llamaron milagro. Y era debido solamente a su extraordinario espíritu, a una lógica sencilla e indestructible y también a una mirada mansa de negro, que conmovía, logrando aparecer siempre con inferior y humilde ante todos, secreto de la confianza que inspiraba. Los hechos que se cuentan a este respecto son innumerables y muchos de ellos lindan con la exageración y lo increíble, pero confirman el contenido de humanidad que había en el negro, con su capacidad de amistad.

Ese sentimiento de amistad quintaesenciado lo impulsó a dar todo lo que podía a los desvalidos. Su propia celda cobijó a enfermos pobres, a escondidas de las altas autoridades del convento, cuando las salas de socorro estaban pletóricas. La portería estaba colmada de visitantes que con su presencia continuada y numerosa acarreaban grandes dificultades al donado, despertando los celos de los superiores y demás miembros de la comunidad, aparte de las molestias consiguientes.

Para esas atenciones Martín hacía el milagro de alargar el tiempo, dilatando las horas del día, ya que tenía que levantarse de madrugada para sus oraciones y reconcentrarse ante el Crucificado de la Sala Capitular. Luego barrer, barrer y barrer. Tocar las campanas, limpiar los libros de la biblioteca, visitar la enfermería y atender a los enfermeros. Hacer de barbero y sacamuelas ante los graves padres de la comunidad. Volver a barrer y tocar campanas y luego atender de paso a la portería donde comenzaba a aglomerarse las gentes para consultar sus casos y pedir ayuda y consejo. Luego ir por detrás del burro a los mercados. Escuchar las voces de la ciudad, los gritos, los pregones, los suspiros, los estertores y los lamentos de la multitud. Visitar otros conventos, porterías e iglesias. Una vida extraordinaria, de servicio público.

Tratado de amistad 1

La influencia que Martín de Porres ejerció en la colectividad de su época, influencia fundada en el más alto sentido de la amistad, de la cooperación, de lo que se llama hoy el servicio social, fue muy elevada.

Ese sentido de sugestión colectiva, de afecto y de veneración, obraba milagros. La gente sentía la presencia de Martín de Porres en distintos sitios. Bastaba que Martín de Porres prometiera visitar a una persona para reconfortarlo en sus tribulaciones, para que en el momento sicológico de requerir su presencia, se creyera que Martín estaba entre ellos…

Martín de Porres, arreando su borrico, limosneando verduras y frutas malogradas, panes fríos, para sus pobres, era saludado por todos con sonrisas y gestos de afecto. El amigo de la ciudad pasaba como la figura más humilde pero a la vez más querida y respetada. El sentido de servicio social, de amistad y de amor a la humanidad alcanza límites extraordinarios para su tiempo y para las costumbres y modo de pensar de la época. Cuenta uno de sus biógrafos que en el año 1615, cuando las costas del Perú fueron amenazadas por el primer pirata Jorge Spilberger con cuatro navíos de guerra, después de de algunos bombardeos la flota atracó frente a El Callao para desembarcar a uno de sus tripulantes atacado de grave enfermedad contagiosa. El enfermo  depositado en la playa del puerto se llamaba Esteban, ignoraba el castellano y estaba abandonado sin recurso alguno. Las gentes huían temerosas de que una enfermedad contagiosa pudiera prender en la ciudad…

Pero en Lima había un negro que era en principio amigo de la humanidad, sin distinción de razas, credos ni colores. Apiadado del extranjero moribundo en las playas, obtuvo permiso para viajar al puerto y poniendo como un fardo la carga del moribundo sobre una acémila lo trasladó por los polvorientos caminos del Callao de Lima hasta el hospital de Santa Ana, donde Esteban pasó días terribles, atendido y consolado por el negro, invocando en su extraño idioma a la muerte.

Pero como el lenguaje de la amistad y de la caridad es universal, Martín de Porres entendió y se dejó entender: – ¿Cómo quieres morir hermano Esteban, si ni tan siquiera estás bautizado?… Esteban se quedó absorto mirando al negro. Pero luego pareció haber comprendido el mensaje. Sonrió y asintió con la cabeza. Se convirtió a la religión católica, murió con los auxilios de la religión y llorando por un amigo que estrechaba sus manos con afecto, como si fuera uno de su familia. El corsario Esteban murió con una sonrisa de consuelo infinito. Sonrisa que era parte del idioma universal de las gentes de bien del orbe, blancos o amarillos, sajones, españoles o indios.

Martín de Porres había nacido para dar y nunca recibir… era amigo personal de miles de seres humanos. En todos despertó afecto, gratitud y admiración. Quizá el altar levantado a su memoria es el recuerdo permanente de su figura, como si fuera un anhelo de la humanidad que seres humanos que alcanzan a ser amigos así no deberían morir jamás.

Emilio Romero. Extracto del capítulo ‘La amistad’, del libro «El Santo de la escoba: Fray Martín de Porras» (1959)

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San Martín de Porres: Un creador de la amistad

A Pedro Arrupe

A PEDRO ARRUPE

No te mató el fusil ni la locura
de quien a sangre mata con la aurora,
ni tuviste el martirio con que llora
quien sufre ese terror de la tortura.

Tu cuerpo se apagó con la dulzura
de un velero de amor, como la prora
que entrega su crepúsculo a la hora
en que el Mar lo rodea de su hermosura.

Te mató tu verdad apasionada,
la luz con que avistabas el futuro
y el fuego que en Hiróshima es primicia,

te mató tu sonrisa enamorada
por liberar al hombre de lo oscuro
desde una fe que estalla en la justicia.

             Pedro Miguel Lamet, S.J.

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Pedro Arrupe, S.J.: un jesuita universal

 

La Verdad

LA VERDAD

¡Ilusión, ilusión fascinadora
es está vida de mentido encanto,
do en alas de la suerte el hombre llora
los desengaños que ignoraba tanto!

¿Do hallaré la verdad que con anhelo
busca el hombre en la tierra inútilmente?
La verdad por esencia, está en el Cielo,
tras el cóncavo espacio refulgente.

La verdad es el Dios de Omnipotencia
anhelo que hoy está en mi corazón,
porque así me lo dicta mi conciencia,
porque así lo comprende la razón.

Porque así me lo dicen los cantores
que alegres, del jardín en la espesura,
himnos cantan de amor, entre las flores,
al Dios Omnipotente de la altura.

Las plantas con su aroma floreciente
de su alta esfera el ave en raudo vuelo.
Natura toda. El átomo y el ente
me dicen que hay un Dios allá en el Cielo.

                       Luis García Méndez