Los actos de amistad de Martín de Porres daban lugar a «Tratados de amistad» en su más alto sentido.
Una de las características espirituales que sobresalieron en la personalidad de San Martín de Porres fue el sentimiento profundo de la amistad. Su capacidad de simpatía por los demás seres humanos fue ilimitada. Desconoció la enemistad, la antipatía, la inquina y el odio.
Es posible que no sea posible apreciar esa exquisita cualidad en todo su valor en estos tiempos, sobre todo en las grandes urbes sumidas en el bullicio y en la urgencia de todo. Pero en los lejanos tranquilos días de la colonia, mientras la ciudad se hallaba todavía sin empedrado y las gentes estaban en corto número, tenían la obligación de verse todos los días. En el atrio del templo, en el mercado, en la calle principal o en la portería del convento. Entonces, ese rozamiento constante ponía a prueba la amistad. Las simpatías o las diferencias se estimulaban a diario con el roce forzoso de las personalidades.
A Martín de Porres lo buscaban todos los que tenían conflictos espirituales o materiales como al mejor amigo de la ciudad. Cuentan sus biógrafos que tenía amigos en todas las capas sociales. Altos dignatarios de la iglesia, del foro y del gobierno; gentes sencillas, ricos y pobres; todos tenían en Martín a un amigo, a un confesor laico, para decir sus angustias, sus conflictos y secretos. Tenía el negro un inagotable don de simpatía y atracción y una lealtad inagotable. Amigable componedor, consejero, mediador, siempre lograba el éxito que luego llamaron milagro. Y era debido solamente a su extraordinario espíritu, a una lógica sencilla e indestructible y también a una mirada mansa de negro, que conmovía, logrando aparecer siempre con inferior y humilde ante todos, secreto de la confianza que inspiraba. Los hechos que se cuentan a este respecto son innumerables y muchos de ellos lindan con la exageración y lo increíble, pero confirman el contenido de humanidad que había en el negro, con su capacidad de amistad.
Ese sentimiento de amistad quintaesenciado lo impulsó a dar todo lo que podía a los desvalidos. Su propia celda cobijó a enfermos pobres, a escondidas de las altas autoridades del convento, cuando las salas de socorro estaban pletóricas. La portería estaba colmada de visitantes que con su presencia continuada y numerosa acarreaban grandes dificultades al donado, despertando los celos de los superiores y demás miembros de la comunidad, aparte de las molestias consiguientes.
Para esas atenciones Martín hacía el milagro de alargar el tiempo, dilatando las horas del día, ya que tenía que levantarse de madrugada para sus oraciones y reconcentrarse ante el Crucificado de la Sala Capitular. Luego barrer, barrer y barrer. Tocar las campanas, limpiar los libros de la biblioteca, visitar la enfermería y atender a los enfermeros. Hacer de barbero y sacamuelas ante los graves padres de la comunidad. Volver a barrer y tocar campanas y luego atender de paso a la portería donde comenzaba a aglomerarse las gentes para consultar sus casos y pedir ayuda y consejo. Luego ir por detrás del burro a los mercados. Escuchar las voces de la ciudad, los gritos, los pregones, los suspiros, los estertores y los lamentos de la multitud. Visitar otros conventos, porterías e iglesias. Una vida extraordinaria, de servicio público.
La influencia que Martín de Porres ejerció en la colectividad de su época, influencia fundada en el más alto sentido de la amistad, de la cooperación, de lo que se llama hoy el servicio social, fue muy elevada.
Ese sentido de sugestión colectiva, de afecto y de veneración, obraba milagros. La gente sentía la presencia de Martín de Porres en distintos sitios. Bastaba que Martín de Porres prometiera visitar a una persona para reconfortarlo en sus tribulaciones, para que en el momento sicológico de requerir su presencia, se creyera que Martín estaba entre ellos…
Martín de Porres, arreando su borrico, limosneando verduras y frutas malogradas, panes fríos, para sus pobres, era saludado por todos con sonrisas y gestos de afecto. El amigo de la ciudad pasaba como la figura más humilde pero a la vez más querida y respetada. El sentido de servicio social, de amistad y de amor a la humanidad alcanza límites extraordinarios para su tiempo y para las costumbres y modo de pensar de la época. Cuenta uno de sus biógrafos que en el año 1615, cuando las costas del Perú fueron amenazadas por el primer pirata Jorge Spilberger con cuatro navíos de guerra, después de de algunos bombardeos la flota atracó frente a El Callao para desembarcar a uno de sus tripulantes atacado de grave enfermedad contagiosa. El enfermo depositado en la playa del puerto se llamaba Esteban, ignoraba el castellano y estaba abandonado sin recurso alguno. Las gentes huían temerosas de que una enfermedad contagiosa pudiera prender en la ciudad…
Pero en Lima había un negro que era en principio amigo de la humanidad, sin distinción de razas, credos ni colores. Apiadado del extranjero moribundo en las playas, obtuvo permiso para viajar al puerto y poniendo como un fardo la carga del moribundo sobre una acémila lo trasladó por los polvorientos caminos del Callao de Lima hasta el hospital de Santa Ana, donde Esteban pasó días terribles, atendido y consolado por el negro, invocando en su extraño idioma a la muerte.
Pero como el lenguaje de la amistad y de la caridad es universal, Martín de Porres entendió y se dejó entender: – ¿Cómo quieres morir hermano Esteban, si ni tan siquiera estás bautizado?… Esteban se quedó absorto mirando al negro. Pero luego pareció haber comprendido el mensaje. Sonrió y asintió con la cabeza. Se convirtió a la religión católica, murió con los auxilios de la religión y llorando por un amigo que estrechaba sus manos con afecto, como si fuera uno de su familia. El corsario Esteban murió con una sonrisa de consuelo infinito. Sonrisa que era parte del idioma universal de las gentes de bien del orbe, blancos o amarillos, sajones, españoles o indios.
Martín de Porres había nacido para dar y nunca recibir… era amigo personal de miles de seres humanos. En todos despertó afecto, gratitud y admiración. Quizá el altar levantado a su memoria es el recuerdo permanente de su figura, como si fuera un anhelo de la humanidad que seres humanos que alcanzan a ser amigos así no deberían morir jamás.
Emilio Romero. Extracto del capítulo ‘La amistad’, del libro «El Santo de la escoba: Fray Martín de Porras» (1959)
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San Martín de Porres: Un creador de la amistad
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