Madrigal de la rosa

Madrigal de la rosa

Claridad de la rosa. Deseo encadenado
a la gracia serena de una leve hermosura,
grito sobre el conjuro del tiempo desatado,
distancia en la que duerme la alegría más pura.

Volar sobre las horas. Alzar geometrías
donde el árbol levanta la esbeltez de su trazo
y en el que se cobijan con su dolor los días
mientras la rama espera un momento ser brazo.

Ver que el cielo cobija el rumor del instante
que se pierde atrevido en el tiempo que huye
y crear el recuerdo como algo alucinante
que el silencio o la noche en sus sombras intuye.

Tener un Dios que vela y un Dios que nos domina,
arquitectura firme que el milagro convierte
en palabra serena, en agua que camina,
en paisaje encendido, en frase, en vida, en muerte.

                                     Juan Lacomba

La herida (poema)

LA HERIDA

Los que habitamos la tormenta somos
éstos que aquí callamos, bendecimos.
(Después de haber luchado cuerpo a cuerpo
con las torvas negruras envolventes
y estar sangrando aún de su mordida.)

Los que llevamos un cadáver dentro
y sin embargo amamos la alegría,
y blanqueamos la inocencia vieja
para decirle al niño la alborada,
somos los que habitamos la tormenta.

¡Qué necesaria, Dios, la herida propia
para ascender del corazón pequeño
al corazón inmenso de la vida!
¡Qué necesaria muerte voluntaria
precisan tus recónditas criaturas!

Tal vez el ser feliz sea estar ciego.
Concretarse a un latido y a una sangre.
Cerrar un pozo, una isla de agua.
Apresar el amor, hacerlo hijo
y no buscarte, Dios, con esta angustia…

Yo si te busco. Yo Te necesito.
Te conozco a través de esta corriente
con que me ordenas el amor, me empujas
a la ternura viva, apasionada,
que doy sin que lo entiendan éstos tuyos.

(Tú, Dios lejano, Jehová o Cristo,
si conoces la risa reirás con dulzura
al mirarme tan llena de tarquín todavía,
y pretendiendo alzarte mis miserias
como si fueran alas u oraciones…)

Debes reírte, Dios, nunca enojarte.
Porque no soy perfecta, ni Te pido
que me des perfección. Déjame oscura,
que me confunda con los más oscuros
porque nunca les dañe siendo blanca.

Y márcame el recuerdo de la herida
junto al herido, ¡Dios! Que nunca olvide.

                         María Beneyto

Las lágrimas de María (Cancionero)

Las lágrimas de María

¡Oh, gloria oscurecida!
La Madre al Hijo Dios está diciendo;
La hermosura perdida
La va a ella entristeciendo
Y aquel rostro clarísimo cubriendo.

Aquel sol eclipsado
Sus rayos refulgentes ha escondido;
Y así, el cielo ha quedado
Sin sol, oscurecido,
Y sus planetas todos se han perdido.

La Madre piadosa
Las llagas de una en una va besando;
Besólas tan llorosa
Que las iba regando,
Su sangre con sus lágrimas limpiando.

Contempla en Dios sagrado.
Por los hombres desecha la hermosura;
¡Oh, qué bien se ha mostrado
Mi Dios, en tal figura
Vestra bondad inmensa y su dulzura!

«¿Dó es la hermosura—dice—,
Que al mismo sol del cielo hermoseaba?
¿Dó el regalo que os hice
Cuando, Hijo, os criaba,
Y con leche, y no lágrimas, lavaba?»

           Juan López de Úbeda 
(Cancionero)

El reinado de Dios

El reinado de Dios

¡Humanidad! ¡Humanidad! despierta:
Abandona tu lecho endurecido:
¿En la noche del mal tanto has sufrido,
Que la voz de la dicha te halla muerta?

¿Aletargada aún tu vista incierta
No ve la luz del bien apetecido?
Levanta humanidad y presta oído,
Que la mano de Dios llama a tu puerta.

No fulgura en su diestra el rayo ardiente,
No viene, cual te mienten que solía,
A encender en su nombre guerra odiosa;

Trae de la paz la oliva refulgente;
Y el reinado feliz de la Armonía,
Su labio anuncia, Humanidad dichosa.

                   Fernando Garrido

Romance del Crucificado

Romance del Crucificado

I
Ya llega Jesús al Monte
con su pesado madero.
Ya mojan en hiel sus labios
ardorosos y resecos.
Ya rasgan sus vestiduras,
que adheridas lleva al cuerpo,
con polvo, sudor y sangre,
con martirizados sellos.
Ya le despegan el manto.
Ya le desnudan, violentos.
Y al deshojarse con furia
—lirio de mártires pétalos—
arrancan trozos de carne
del Dulcísimo Cordero.

Corazones de los hombres,
nidal de obscuros venenos:
para salvaros, Dios mismo
se va a inmolar todo entero.

II
Martillos y clavos cantan
un monorritmo siniestro.
Y en la pista de la tarde,
con áspero martilleo,
hasta la Madre de Cristo
llegan los infaustos ecos
—clavos sonoros que buscan
a su amantísimo pecho,
como dobles funerales
en las campanas del viento.

Para salvar a los hombres
de sus pecados horrendos,
se inmola Dios a sí mismo,
sobre la Cruz, todo entero.

III
Miradle izado en la alturas,
en mástil de puro leño.
Con la su barba arrancada
y mesados sus cabellos.
Con las espaldas abiertas
y llagado todo el cuerpo,
¡Divino yunque batido
por infernales herreros!
La cabeza traspasada
por los puñales burlescos
de una corona de espinas,
¡la corona de su Imperio!
Manos y pies barrenados
y de tres clavos pendiendo.
La boca seca y sedienta.
Descoyuntados, los huesos.
Y las venas desangradas
en ríos de amor eterno.

Para limpiar de los hombres
el originario cieno,
Cristo nos lava en su sangre,
Dios y Hombre verdadero.

IV
Sobre las sombras navegan
tres estrellas en silencio.
Las tres Marías avanzan
en triángulo de fuego.
Oh, la cuña dolorosa,
cuyo vértice de acero
sobre la Madre de Dios
hunde su agudo tormento.
Ay, Jesús entre ladrones
y bajo el Inri sangriento.
Vibrante blanco de escarnios,
y de insultos y denuestos.
Befa de los sanhedrítas,
de los soldados y el pueblo.
Sin derramar una queja,
el inmolado Cordero
al Padre pide:—Perdónalos,
pues no saben lo que hicieron,
Flor de hieles, una esponja,
sobre su boca se ha abierto,
¡Divina sed apurando
los más amargos océanos.
Ya todo está consumado—
sus tristes labios dijeron.
Como azucena de sangre,
su cabeza hundió en el pecho.
Y en un profundo suspiro
al Padre entregó el aliento.

Corazones de los hombres,
nidal de obscuros venenos:
para salvaros, Dios mismo
se ha inmolado, todo entero.

V
Oh, Cristo izado en la altura,
en mástil de duro leño.
Rota bandera de amor
entre la tierra y el cielo.
Llama divina que funde
los endurecidos témpanos.
Longinos abrió una fuente
en la roca de tu pecho.
Manantial de salvación
y torrente verdadero.
Ya por tu herido costado
entra y sale un abejeo
que labora con tu sangre
el azul panal eterno.
En tus clavos ya florecen
tres diamantinos luceros.
Y tus brazos alargándose,
desde el trágico madero,
en meridianos de amor,
enlazan el Universo.

Jesús—divino Jordán—,
para lavar nuestro cieno,
para borrar nuestra culpa
se desangró todo entero.

ENVIO
Hijo de Dios, inmolado,
divina carne del Verbo:
Mi corazón, en romance
de exaltaciones, te ofrendo.
Mi corazón, bien clavado
sobre la Cruz de mi Verso.

   E. Gutiérrez Albelo