Un Dios en blanco (poema)

UN DIOS EN BLANCO

Como en el infinito, Dios,
vuelvo a tu *orijen (tu orijen que es mi fin)
y quizás a tu fin, sin nada de ese enmedio
que las jentes te han puesto encima
de tu sola, tu limpia luz.

Y yo no necesito en mí que tú, Dios, seas
ese dechado nulo
que millones de manos,
sin saber lo que hacían, te bordaron,
por modelo, en un cáñamo
que fue limpio, fue limpio.

Una blanca hoja,
reflejo de una mente en blanco,
eres tú para mí, y en ella tú palpitas
con color de mi tiempo, desde aquel niñodiós
que en mi Moguer de España fui yo un día,
hasta este niñodiós que quiero otra vez ser
para morir, el nuevo siempre;
el que el niño comprende como niño,
sin interés ninguno,
como en el infinito, Dios, nuestro infinito.

Yo te puedo cargar con copa plena,
como el árbol del fruto que ya soy,
que yo quisiera descargar y que descargo.

Pero, ¿te he de cargar con mano vieja?
No, no, yo soy el niño último,
tú un Dios en blanco eres;
y no te cargaré con mano impura.

(¡Yo no te descargué con mano impura!)

               Juan Ramón Jiménez

* Juan Ramón Jiménez tenía la peculiar costumbre de escribir con jota las palabras en «ge» y «gi».

Amor o nada

Amor o nada

Os hablo de la luz de esta jornada;
de una mano de amor sobre este hombro;
del corto corazón ante el asombro
de verse la tristeza derrotada.

Os digo, por la herida en que me nombro
y por esta esperanza desvelada,
que el hombre es sólo amor antes que nada,
antes de que regrese a ser escombro.

Os digo que la vida es cordillera;
cada uno la alcanza a su manera
y es muy triste quedarse en la estacada.

Es muy triste quedarse —como un río
sin agua— sin amor, solo y vacío,
porque el hombre es amor. Amor o nada…

                      Arturo Maccanti

Mendigo

Mendigo

Y él dijo: «Siempre voy sereno,
aunque el guijarro afile dagas
y los zarzales sus anzuelos.

El oído en la estrella y en las piedras.
Recibir el colchón, mirando a Venus,
cuando se embruja toda polvareda.

Mi vieja provisión de envidia
la fui arrojando antes las flores
y entera se quedó en la serranía».
* * *

En mi silencio hay un tumulto
liberador que no reprimo.
¡Los pobres ojos me los lleva
detrás de su alma este mendigo!

                  Ángel Acosta

Cuando yo diga «te quiero»…

Cuando yo diga «te quiero»

Cuando yo diga «te quiero»,
no habrá sol ni habrá suspiro,
la tarde se hará de seda
y por sus rutas moradas
nacerán rosas de nácar
y corazones de espuma.

Cuando yo diga «te quiero»,
crecerá la hierba a gritos
y los árboles nudosos
de atrevidas cabelleras
lanzarán —bandera verde—
un reto de primavera.

Cuando yo diga «te quiero»,
qué volcanes encendidos
de delirantes estrellas;
qué voces apasionadas
golpearán las tinieblas
con su estallido de plata.

Cuando yo diga «te quiero»,
la magia de mi palabra
desbordará al mar inmenso
y las aguas verdiazules
sonarán en los caminos
como salobres campanas.

Cuando yo diga «te quiero»,
cuando la noche sea blanca,
cuando la luna se llene
de mariposas doradas,

Cuando germine en mi boca
tu nombre, como una espiga…

Cuando yo diga «te quiero…

              P. Vives Sellés

Plegaria del silencio

Plegaria del silencio

Te lo pido Señor.

Que se apaguen los ruidos.

Que puedan hacer nidos de silencio,
las plazas y las calles.

Que no griten los hombres,
y que aprendan la música inefable
del silencio sonoro,
para que así se salve
la armonía de DIOS.

Que aprendan a escucharte.

TÚ enseñaste el silencio.

Callaste en Belén,
y aunque en el Templo, hablaste,
después de treinta años
nos vino tu palabra,
para darnos la clave
del equilibrio exacto.

Con Pilatos callaste.

Solamente en la Cruz
de nuevo aquél sonido
de impares resonancias
se escuchó soberano y pujante.

Distes en la hermosa diana
de saber entender
la angustia de tu madre;
la admiración de Juan;
y la rabia insaciable
de Judas al venderte.

Te lo pido Señor, que sepan percibir
el concierto del agua en el estanque.

De los cisnes bogando,
y de los ojos prendidos, de quien ama,
el silencio inefable.

De las manos temblando, pero unidas
en la apacible tarde.

De las bocas selladas por la angustia
cuando viene la muerte
a visitarle.

De la montaña augusta
cerniéndose en el suave
terciopelo del cielo,
el vuelo de los pájaros;
esa cruz intocable
de sus alas tendidas.

De la noche, en que el viento,
le da miedo quebrar las ilusiones
de los que tienen hambre.

¡Te lo pido Señor!

Yo te suplico, el que sepan callarse.

¡Esos gritos de rabia!

Esa música agria, desagradable,
que sale de gargantas reñidas,
con la dulce armonía de quien sabe,
que el silencio es palabra,
y suspiro, y ternura y amor.

Comprensión impagable.

Que es Vida de la vida recóndita,
divina singladura
de ese insondable mar;
el de saber callarse.

Callar, para mirar tus ojos,
tus labios entreabiertos,
solamente besados por la luna,
ese delgado alfanje
de reflejos de plata,
que no corta ni el aire.

¡Que se callen Señor!
que sus oídos
sepan siempre escucharte.

     Gracián Quijano

Imagen ilustrativa: «Manos orantes», grabado de Alberto DURERO.