Fray Martín de Porres

Imagen de San Martín de Porres (Iglesia de San Pablo, Palencia). Foto: J.J

Fray Martín de Porres

Cuando oraba Fray Martín antes Jesús crucificado, ¿levitaba? Exteriormente, no creo, no consta. Interiormente, no dudo de que todo su ser se situaba en otra dimensión que lo elevaba por encima de la inmediatez, dejando de lado muchos afanes conventuales, muchas chácharas, dimes y diretes que tenía que oír, aparentando escuchar, en aquella portería a la que tantas gentes variopintas acudían a pedir, preguntar, husmear.

Lo que sí creo es que a esa oración silenciosa, personal e íntima, llevaba los afanes de sus gentes conocidas, la precariedad de su madre, de su familia, de tantos pobres y abandonados. Él no sabía, ni falta que le hacía, de estados místicos, castillos interiores y moradas diversas. Él oraba y punto. Confiaba y punto. Todo lo sufría en silencio. ¿Su oración se parecía a la de los otros frailes? ¡Qué sabemos cómo oraban u oran cada fraile en su interior! Sabemos de su rezos en común, de lo que muchas veces se masculla deprisa, de los rezos amontonados y formalistas. Martín, que poco más que el Padrenuestro y el Ave María y el Gloria sabía, lo repetiría en silencio o cuando el Rosario común tenía un ritmo que a él tanto le costaba seguir. Cerraba los ojos y se dejaba mecer por la salmodia, por el runrún de avemarías… Y se sentiría bien, muy bien, como un niño en brazos de su madre.

Quizá fuese corto de entendederas (o se lo hacía o lo consideraban), pero largo en hacederas, en gestos de magnanimidad y profundo entrega, convicciones y caridad. ¡Veía tanto desde aquella portería, observaba tanto, escuchaba tanto…!, que su oración ante el Crucificado estaba llena de intercambio, de mucho que contarle cada tarde, cada noche en su celda.

Y seguro que Jesús, que lo miraba y escuchaba atentamente, le diría: Martín, vas por buen camino, no desesperes, me tienes a tu lado; ellos son yo y en ellos te hablo, te pido, te amo. No te canses, no te canses, no tires la escoba, la jofaina, la toalla… Duerme, descansa, que mañana has de volver a la faena…

Y Martín, obediente al Maestro, a su voz interior, le hacía caso y se tendía en el jergón y se tapaba con aquellas frazadas desgastadas. Se dejaba llevar y allí soñaba…

Secretariado San Martín de Porres. Revista Amigos de Fray Martín (marzo-abril 2022, nº 587).

Mi padre, los pájaros y San Martín de Porres

Mi padre, los pájaros y San Martín de Porres

                                                                                                 Elena Escribano. Poeta

Mi padre silbaba como un pajarico. Se llamaba Pepe Escribano, Pepito, el de Elena, le decía la gente cercana en referencia a su madre. Él me enseñó a silbar y hacer gorgoritos con un hilo de aire controlado por la presión de los labios, y sigo haciéndolo, y a veces he causado desconfianza cuando, en un baño de chicas, no me doy cuenta y me pongo a silbar.

Era, en muchas cosas, como un pajarico. Adoraba su casa. Cuando, tras morir mi madre, mis hermanos le dijeron que, si no quería dejarla, al menos pasara temporadas con ellas. Él siempre contestaba: “Jaula nueva, pájaro muerto”.

Mi padre era alto y grande, de pelo blanco y ojos grises, a veces nos llevaba en la moto de paquete, y entonces, las cuatro hermanas, una a una, nos sentíamos únicas en el mundo. Nuestros primeros pasos de baile los aprendimos colocando nuestros zapatitos sobre sus zapatos y agarradas, a su cinturón, mientras él nos sujetaba. Le gustaba mucho bailar y lo hacía muy bien, según mi madre, otra bailona que soñó los ojos de su primer hijo mientras bailaba con él en el casino del pueblo.

Mi madre era muy guapa. Mi padre decía que se había casado con la más guapa del pueblo; de hecho, el mayor piropo que podía decirnos a las cuatro hermanas era: “Estás tan guapa como tu madre cuando tenía tu edad”.

Lo adorábamos, como más tarde también lo adoraron sus nietos, porque mi padre siempre fue por libre. Era capaz de todo por ellos. Cuando un día su nieto Pepito pidió a la chica que lo cuidaba que llamara por teléfono a su abuelo, mi padre descolgó el auricular y solo oyó una vocecita que le decía: “Abuelo Pepe, no puedo vivir sin ti”. Mi padre cerró la tienda esa mañana en Murcia, y se plantó en Soria al anochecer.

Era muy bromista, pero también muy tímido, por eso nos sorprendió cuando, tras ver una película de san Martín de Porres y descubrir que era el patrón de los basureros y un santo cuidador de enfermos, escribió a los dominicos de Barcelona para pedirles la novena del santo. Cuando la recibió, la copió varias veces en su Olivetti y la encuadernó con unas tapas de plástico rígido verdes. La leía todas las noches porque estaba convencido de que su san Martín le ayudaría a morir sin miedo ni pesadumbres. Estaba enfermo del corazón desde los treinta y poco años y confiaba en sus cuidados.

En la mesita de su dormitorio siempre había una estampa del santo, bastante fea, por cierto, y la novena. En cierta ocasión, el hijo de mi marido le preguntó qué era ese librito que leía todas las noches y nunca se le acababa. Él le explicó que era una novena y por qué la leía. El chaval también lo adoraba.

Crecimos viendo su amor y su confianza en san Martín, y esa estampa tan fea en su mesita de noche.

El 2 de noviembre de 1989 le dijo a mi hermana Mariángeles que no sacara la basura al contenedor porque esa noche no pasarían los basureros: “Mañana es el santo de mi negrito y tenemos que celebrarlo”. Así, con ese diminutivo que los murcianos usamos para lo más cercano y tierno que nos habita.

Al día siguiente, antes de irse al casino después de comer, le dejó a mi hermana una granada en un cuenco, pelada y desgranada, para que se mantuviera fresquita cuando ella volviera del trabajo a casa, y se marchó, como todas las tardes, a jugar su partida con los amigos.

En medio de la partida le dijeron: “Pepe, mueve ficha”. Él inclinó la cabeza, en silencio. Había muerto. El 3 de noviembre, el día del santo de su negrico. Sin miedo y sin sufrimiento, exactamente como él pedía que fuera a suceder.

Hoy, treinta y dos años después, aquella estampa grande tan fea rompe absolutamente la estética muy cuidada de mi dormitorio azul.

Mi padre era como un pajarico.

Ahora está alegrando con su silbo y sus trinos a la gente, allá, por los jardines de Dios.

Valencia, 3 de noviembre de 2021

Fuente: Revista Amigos de Fray Martín, Enero-Febrero de 2022, nº 586.

El Niño Jesús, única luz de esperanza

El Niño Jesús, única luz de esperanza en la noche de nuestros tiempos

Fuente del texto: adelantelafe.com

Las tinieblas de la primera Navidad de la era cristiana no eran sólo las de una gélida noche invernal en Belén, sino la oscuridad de una sociedad en la que bajo el más grande imperio de la historia los hombres estaban lejos de la verdadera felicidad, porque el poder, las riquezas y los honores sólo son causa de afán y sufrimiento cuando se es incapaz de aprovecharlos para la gloria de Dios. La Divina Providencia llenó el vacío del mundo. «No temáis –dijo el Ángel a los pastores– porque os anunció una gran alegría que será para todo el pueblo: hoy os ha nacido en la ciudad de David un Salvador, que es Cristo Señor» (Lc. 2, 8-11).

No era fácil reconocer al Salvador y al Señor del Cielo y de la Tierra en aquel Niño que veía la luz en la gruta de Belén. Era necesario hacerse niño como Él, porque los corazones encallecidos de los orgullosos no son capaces de entender lo que es patente a la vista de los sencillos. «Si no volviereis a ser como los niños no entrareis en el Reino de los Cielos» (Mt. 18, 1-4), dice el Evangelio; Dios ha encubierto estas cosas a los sabios y los prudentes y las revela a los pequeños (Mt. 11, 25).

Los pastores se hicieron pequeños como el Niño Jesús adorando en Él a aquel Dios que, como dice San Agustín, «asumió lo que no era para seguir siendo lo que era». «Es un nuevo estado –comenta a su vez León Magno–, porque aun siendo invisible en su naturaleza se ha hecho visible en la nuestra. Él, que es inmenso, ha querido encerrarse en el espacio; permaneciendo en su eternidad, ha querido empezar a existir en el tiempo». Quien nace en el pesebre es el Verbo Encarnado, verdadero Dios y verdadero hombre, esperado durante siglos por las naciones, que viene al mundo para glorificar a Dios y redimir a la humanidad.

Los pastores y los Reyes Magos comprendieron su grandeza, mientras que el Sanedrín lo condenaría a muerte. El orgullo no es capaz de entender que existe una sola Iglesia, una sola religión verdadera, un solo Verbo Salvador. Y sin embargo, el día de Navidad la fidelidad, la Verdad, germinará de la tierra (cf. Sal. 84, 12) y nace para todos la salvación del mundo. El valor salvífico de la venida de Jesús es para todos los tiempos y lugares. Los Apóstoles propagaron esa verdad salvífica por el mundo, y los cristianos de los primeros siglos la profesaron en las persecuciones y la vieron públicamente reconocida después de Constantino.

La verdad del Evangelio infundió vida a una gran civilización, que emergió vigorosamente del caos de la edad de la barbarie con el influjo de energía natural y sobrenatural de los pueblos bautizados y ordenados a Cristo. Ese nuevo mundo se conformó armónicamente al orden natural dispuesto por Dios cuando creó el universo y al orden sobrenatural inaugurado por la Redención.

La nueva sociedad, hija del Evangelio, se llamó civilización cristiana. Sus raíces se hunden en el misterio natalicio. «Si se mira desde una perspectiva histórica –dice Plinio Correa de Oliveira–, la Santa Navidad fue el primer día de la civilización cristiana. Una vida todavía en germen e incipiente, como las primeras luces del sol naciente, pero era una vida que ya contenía en sí todos los elementos incomparablemente ricos de la espléndida madurez a la que estaba destinada».

Tras alcanzar su culmen en el Medievo, la civilización cristiana sufrió un proceso de decadencia. En la encíclica Immortale Dei, León XIII afirma que «el pernicioso y deplorable afán de novedades promovido en el siglo XVI, después de turbar primeramente a la religión cristiana, vino a trastornar como consecuencia obligada la filosofía, y de ésta pasó a alterar todos los órdenes de la sociedad civil». La religión, la intelectualidad, la política y la sociedad fueron progresivamente objeto de un proceso de disolución que a pesar de haber sido emprendido en nombre del hombre llegó a negar después de Dios al propio hombre, hecho a imagen y semejanza de Él.

Hoy en día, el mal moral que asalta al cristiano occidental ha llegado a su fase terminal. La metástasis parece extenderse hasta el interior del Cuerpo Místico de Cristo. Reina el desorden en el mundo, y la angustia atenaza los corazones. La Iglesia y la sociedad no viven momentos de paz y tranquilidad, sino de profunda confusión. Los ojos se dirigen al Cielo y no ven otra cosa que la oscuridad de una noche sin estrellas.

Para volver a encontrar el camino no hacen falta reuniones cumbre, solemnes proclamas ni complejos andamiajes intelectuales, sino la sencillez de corazón que penetra hasta el fondo de las cosas revelando sus más recónditos aspectos. El cristiano sabe que el misterio de la Navidad, al igual que el de la Resurrección, es el símbolo y la luminosa realidad de la luz que destruye las más espesas tinieblas. Así sucedió en Belén, y así suele suceder en la historia.

Los corazones orgullosos rechazan con actitud de suficiencia el concepto de que la Divina Providencia sea capaz de actuar para desbaratar los planes de los hombres y suscitar un gran renacimiento cristiano en el siglo XXI. Los corazones sencillos, contemplando en los días navideños el Santo Pesebre, comprenden que de las tinieblas puede surgir inesperadamente la luz. Todo es actualmente confusión y desorden a nuestro alrededor, mientras en torno al Pesebre reinan el orden, el recogimiento y la vida interior. El mundo que nos rodea es como una espuma amenazante en un mar tempestuoso. Pero el pesebre nos recuerda la profundidad del mar interior del que tomó nombre María, Madre del Verbo Encarnado. Pidámosle a Ella que nos dé al Santo Niño, única e inextinguible luz que no deja de iluminar la noche de nuestros tiempos.

Traducido por Bruno de la Inmaculada

La posada del silencio

La posada del silencio

Mi posada es el silencio. Mi alcoba y mi descanso es el silencio. Mi paz, mi luz, mi patria, mi país, mi paisaje, es el silencio. Mi libertad es el silencio. Mi maestro, mi hogar, es el silencio.

Cuando se agotan todas las veredas y todos los caminos, siempre nos espera la posada del silencio.
No hay nada en la posada.
Nada hay en el desierto.
Nada hay en el silencio.

Sólo Dios es puro desierto, puro vacío, puro amor. El inefable, el innombrable. Si nombras el árbol te alejas de él, si nombras la mariposa se va de ti, si nombras a Dios te separas de Él. No cabe en las palabras, cabe en el silencio.

Como en la diminuta gota de rocío cabe la inmensidad del sol sin esperar que lo merezcas. No hay que merecerlo. Felizmente Él no se deja sobornar por merecimientos.

Una posada, la del silencio, donde te dice, entra, pasa, esta es tu casa, esta es tu patria, tu hogar.

Padre José Fernández Moratiel, O.P., del libro «La Posada del Silencio».

Fray Martín de Porres

Fray Martín de Porres (1579 – 1639)

¿Dónde aprendió Martín los gestos de caridad y ayuda a los más necesitados? Sin duda, en su casa materna primero; después, en el convento. Fueron muchas las penurias que en su casa padeció ante el abandono de su padre. Los pobres entre sí se ayudan, saben lo que es pasar necesidad y saben, por tanto, compartir lo poco que se tenga. En el convento no cejó de ayudar cuanto pudo. Eran muchos los que a él acudían sabiendo que no se irían con las manos vacías. Lo que recibía con una mano, lo daba con la otra.

Su caridad era notoria y su fama de generosidad traspasaba los muros conventuales. Los frailes le dejaban hacer y él hacía – muchas veces a hurtadillas- que el convento no tuviese fama recibir y no dar. El prior, con muy buen criterio, veía cómo los pobres acudían a la portería del convento y preguntaban por Fray Martín y no por otros, y cómo Fray Martín siempre sacaba algo que ofrecerlos.

El prior y el administrador sabían, ¡vaya si sabían!, que a veces alguna que otra cosilla faltaba de la despensa. Y no solo eran los ratones, era el amigo de los ratones, Fray Martín, quien hacía las delicias de la ayuda caritativa a la que el convento estaba comprometido por su profesión de frailes mendicantes. Los frailes pedían y Fray Martín despedía de la despensa algunos comestibles para que los pobres pudieran sobrevivir aquella Lima en el que el aluvión de gentes de otros lugares se había convertido.

Fray Martín daba “remedios” – así llaman aún a los medicamentos en Latinoamérica- de la botica conventual. ¡Qué remedio le quedaba a Fray Martín, -lo hacía con sumo gusto y amor- que poder paliar tanto dolor!

En estos meses de verano no podemos dejar al margen nuestros gestos de caridad y ayuda. La caridad siempre urge. Las necesidades no saben de vacaciones. No solo en días programados por Cáritas parroquial, Manos Unidas, Acción Verapaz, Selvas Amazónicas, Cruz Roja, tantas ONGs, que tienen su día especial al año. No. Verano es también tiempo de ayuda, generosidad y caridad.

En este 8º centenario de la muerte de Santo Domingo de Guzmán, los dominicos y dominicas estamos más urgidos que nunca a ser generosos, porque las necesidades han aumentado de forma exponencial.

De la revista “Amigos de Fray Martín”, Julio-Agosto 2021 (nº 583). Secretariado San Martín de Porres.

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Festividad de San Martín de Porres: Fray Martín, el santo de la santa sencillez