La piedad de Dios (Habla Éste)

La piedad de Dios (Habla Éste)

Tras de la luz del día sereno,
en la tenaz inmensidad,
me escondo a tus ojos más pleno
que la mentira y la verdad.
Humano: quisieras hablarme,
quisieras tenerme, tocarme,
claridad quisieras, amor.
La tiniebla entera te cubre
y desde un octubre a otro octubre
de la soledad el rigor.

Mira la tarde como cede.
Contempla tus piernas, tus brazos,
tus ademanes, juegos, lazos.
La precipitación en tu sede.
Ríe, canta, llora, concede
un minuto a la larga obra.
Mira el mundo ante todo, cobra
conciencia de la realidad.
Álzate al fin con la verdad
ante el piélago de zozobra.

Álzate al fin con la mentira
que suaviza tu corazón.
Cree en la dicha que se respira
entre dos labios que uno son.
Sube al monte que allá se estira.
Llena de delicia sin fin
tu pecho que hacia otro se inclina
como una flor que se avecina
a la perfección sin confín.

Hermoso es el mundo. Mi mano,
continuamente viva, prende
una hoguera en cada temprano
clavel que acaricia o enciende.
La noche sosegada extiende
un alivio a tu corazón
que devora con hambre dura
la inmensidad de la negrura
de mi terrible compasión.

Y luego la dicha circula
por el universo sonoro
como un vendaval que simula
las ondulaciones de un oro.
Es el día que llega y anula
la sombra que lo antecedió.
Tú miras la luz cara a cara
y tu corazón se prepara
para la Vida en que estoy Yo.

Pobre, mi pobre humano. Crece
en tu pecho la duda al fin.
Aún la tarde suaviza y mece
la serenidad del confín.
Y de pronto el mal aparece,
mas en la pura inmensidad
ven tus ojos solo azul cielo,
hermoso cielo que es un velo
que te concedo por piedad.

Envuélvete en él. Duerme humano.
Duerme al fin. Tu alma serena.
Te miro cercano y lejano.
Cercana y lejana es tu pena.
Arriba la luna serena
lejos muestra un sueño, un amor,
y tú allá abajo, imprecador,
buscador de magia y redoma,
oscura fe, blanca paloma,
pequeño humano. Estiércol, flor.

Carlos Bousoño Prieto

¡Ven, luz verdadera!

Himno al Espíritu Santo

¡Ven, luz verdadera!

Ven, luz verdadera; ven, vida eternal.
Ven, misterio escondido; ven, inefable tesoro.
Ven, realidad innombrable, persona inconcebible,
felicidad sin límite, luz sin ocaso. Ven.
Ven, esperanza segura de los que se salvan,
despertar de los que duermen, resurrección de los muertos.
Ven, oh poderoso, que haces y rehaces con solo tu querer.
Ven, oh invisible, oh intangible, oh intocable.
Ven, Tú siempre inmóvil y, sin embargo, fuerza que nos mueves;
oh Tú, por encima de los eternos cielos.
Ven, nombre amado y repetido, cuyo nombre y ser captamos.
Ven, felicidad eterna; ven, corona inmarcesible,
púrpura real, ceñidor enjoyado de zafiros, ven.
Ven, el solo a quien todo se le debe.
Tú que amaste y que amas mi alma miserable.
Ven, Tú, el solo, a esta soledad en que yo vivo.
Ven, porque Tú me separaste de todo y me hiciste solitario en este mundo.
Ven, Tú, que entraste en mi conciencia y que me haces desearte;
Tú, el absoluto inaccesible.
Ven, soplo y vida. Ven, consolación. Ven, alegría, gloria mía,
mis delicias sin fin.
Gracias porque te hiciste uno conmigo,
sin confusión, sin mutación, sin transformación,
Tú, Dios, por encima de todo.
Gracias porque para mí eres todo en todos,
comida sin nombre, del todo gratuita,
que llegas a mis labios y brotas de mi corazón.
Ropaje resplandeciente que alejas al demonio.
Purificación que me baña con lágrimas ardientes
que tu presencia arranca a quienes visitas.
Gracias porque te hiciste para mí luz sin ocaso, sol sin caída;
no tienes dónde ocultarte, Tú, que de gloria llenas el universo.
Nunca te escondes de nadie; más bien,
somos nosotros los que nos escondemos de Ti, no queriendo ir a Ti.
¿Dónde te esconderías si no encuentras lugar a tu reposo?
¿Por qué te esconderías, Tú que no te alejas de nadie y a nadie rechazas?
Ven, pues, oh Señor; hoy mismo levantarás tu carpa dentro de mí;
construye casa, quédate para siempre, inseparable, hasta el fin,
en mí, tu esclavo,
y que también yo, al salir de este mundo,
me encuentre en Ti y reine contigo,
oh Dios que moras por encima de todo.
Quédate en mí, Señor, y no me dejes solo
para que mis enemigos, los que buscan devorar mi alma,
huyan despavoridos, impotentes ante mí, por tu presencia poderosa.
Sí, Señor, así como te acordaste de mí cuando estaba en el mundo
y que en medio de mi ignorancia fuiste Tú quien me elegiste y separaste,
también ahora guárdame dentro de Ti, seguro viviendo en Ti.
¡Viéndote siempre, yo, el muerto, viva!
¡Poseyéndote yo, el pobre, me enriquezca!
¡Devorándote, vistiéndome de ti, vaya de delicia en delicia!
Porque sólo Tú eres todo bien y toda gloria y toda delicia.
A Ti solo la gloria, santa, consustancial y vivificadora Trinidad,
a Ti a quienes sirven, veneran y confiesan en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo,
todos los fieles ahora y por siempre en los siglos de los siglos. Amén.

Simeón el teólogo

Hoy, al fin

Hoy, al fin

Hoy, al fin

Hoy, al fin, brotan blancas aleluyas
en los nidos trenzados con silencios,
reverdecen las rocas solitarias
en los montes helados del deseo.

Hoy, al fin, por los mares del olvido
navego con la proa a contraviento,
las gaviotas de nieblas y de brumas
han plegado sus alas en el puerto.

Hoy, al fin, mis antiguas primaveras
regresan a los árboles resecos,
maduran las espigas en los campos,
zurea la paloma en el alero.

Hoy, al fin, luce el sol de la alegría
en mi noche de angustias y lamentos,
por el valle de viejas cicatrices
florecen esperanza los cerezos.

Hoy, al fin, cantan fe los surtidores
con el agua de vírgenes regueros
y mi tierra, agostada al sol de estío,
se hace fértil al golpe de tu encuentro.

 Emma-Margarita R.A.- Valdés
(Versos de amor y gloria)

En el camino

En el camino

Cauce de una razón preconcebida
es este camino; subir la cuesta
hasta llegar donde se pone enhiesta
el asta de mi fe jamás perdida.

Seguir el cauce con la frente erguida,
dejando huella de mi paso puesta
en el sendero: oh, ambición funesta,
este anhelar constante de mi vida.

Devolverme, jamás. Es mi destino
este peregrinar por el camino
hacia el enigma que el azul encierra.

Y si llego a la cumbre de mi anhelo,
aunque clave los ojos en el cielo
¡que más mi planta arráiguese a la tierra!

Felipe Lorenzo Pérez

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Fray Martín (1579 – 1639)

Fray Martín (1579 – 1639)

No fue Fray Martín andariego, salvo por las calles centrales de la Lima colonial y los embarrados barrios pobres aledaños. En uno de ellos vivió con su madre Ana Velázquez, mulata de origen panameño. Su padre, hidalgo español, Juan de Porres, pronto se desentendió de ellos. En casa aprendió los gestos de la caridad y ayuda. No necesitaba más para la caridad que le urgía. Nunca imaginó que su persona humilde traspasase las fronteras. Sin saberlo, se convirtió en el predicador directo que, sin apenas palabras, conmovió a tantos corazones. Y sigue conmoviéndolos. Nunca imaginó que llegaría a ser el primer santo mulato que llegase a los altares. Le costó ser aceptado por los frailes blancos, por mucha capa negra que llevasen, venidos de tierras lejanas.

Quizá había oído decir a alguno de aquellos frailes una vieja tradición dominicana: si alguien deseaba entrar en el convento y era capaz de estar tres días y sus noches a la puerta, sin que nadie le hiciese caso, pero tuviera paciencia, perseverancia, con ayuno y fortaleza de ánimo, había que admitirlo sin más. Era toda una prueba de lo que ahora llaman de forma poco dominicana discernimiento vocacional. Posiblemente Santo Domingo se hubiera sentado a su lado, a esperar también ser admitidos juntos.

Martín supo esperar, servir de mil modos en el convento, hasta que le abrieron las puertas para ser admitido. Pasó la prueba, que, sin duda, estaba bien pensada.

Sí, primero fue un donado, un don nadie, hasta que lo admitieron como hermano cooperador; ¡cooperador, lego, decían antaño! lo que ya era desde hacía tiempo con su trabajo, su espíritu de servicio, su sencillez de ánimo, su disponibilidad y entrega. Con la reticencia de algunos, pero con el apoyo de otros, Martín se convirtió en el fraile predicador que no buscaba en el convento un refugio para su vida, sino que deseaba seguir y servir a Cristo con la escoba, con las tijeras, con la navaja, peines y cepillos, útiles de barbería, además de los ungüentos, hierbas y pócimas de la botica, y, por supuesto, en la portería, en la sacristía, en ese ir y venir donde se le requería para cualquier humilde faena.

Martín sin fronteras. Martín de los refugiados, de los humildes y desamparados. Martín del mundo, intercede por nosotros. Amén.

De la revista Amigos de Fray Martín (marzo – abril, 2021. Nº 581)