¡Qué hermoso nacer para esto que nacemos!

¡Qué hermoso nacer para esto que nacemos!

¡Qué hermoso nacer para esto que nacemos!
Para entregarle cada día al sol nuestros cuerpos,
y los cabellos al mensaje que la lluvia les trae;
para escuchar alternativamente a la esperanza y los pájaros.

¡Qué hermoso nacer entre praderas,
o entre collados que nos dicen: «Recuéstate»;
ir con el indolente pie dudando
si usar de la oferta de sombra que la nube y el árbol,
a una con su belleza, nos brindan!
O entre ríos que sólo tienen palabras de dulzura.

¡Qué hermoso nacer para entregarse a los hermosos cabellos
que, extendidos, son ríos que de pronto se callan,
dejando ardiendo los deseos renovados del aire,
y los hombros, remansos del cuerpo,
donde la pasión se reclina y refresca,
y las cinturas y las piernas como saetas!

¡Qué hermoso nacer y darse al gran amor de la tierra,
y ofrecerle materia y lugar de expresarse;
qué hermoso escucharlo cuando el sol se nos pierde,
y saber que sólo se trata de un viaje pasajero,
que continuamos y continuamos, que somos expresiones,
que el agua está entendiendo lo que digo
tan bien como tú a quien mi canción se dirige!

¡Qué hermoso pensar que el mar es dondequiera,
extensión dondequiera, de aguas convocadas,
que en azul o que en verde le contestan al cielo,
como tus ojos, que responden con color a los míos!
Y si digo «Tierra», pienso lo que piensas,
lo que todos sentimos, compañía
y morada donde el amor tuvo nombre,
lugar que nunca rehusó asilo
a miembros humanos por cansados que fueran.

Y entre tantas cosas que de amor son motivo, no hay sitio
para nada que el amor no proclame;
que todo lo que se nombra tiene belleza en nombrarlo,
incluso esta canción que a ti va como un ave.
Hermoso, por la virtud que confiere a las cosas,
el nombre, con sólo rozarlas,
las saca a la vida donde no hay resquicio
para nada sin nombre o belleza.

¡Qué hermoso nacer y sacarle a los pechos de nuestras
madres esa leche de tan blanca hermosura,
y amarla, y a las cosas, e irse diciendo:
«Esta es la lengua del amor, y no hay otra;
y quien no hable de amor no ha nacido,
que sólo al amor se nos dio nacimiento».
Decir amor y perderme es lo mismo,
mas no decirlo es peor que la muerte;
que en un instante abre el sentido a todas las hermosuras.

¡Qué hermoso nacer para morir,
y repentinamente ver la claridad que el agua y la llama llevan en sí mismas,
y ver la contenida hermandad de muerte y belleza,
la obra de Dios entre las obras!

¡Oh, qué gran rosa en las manos la muerte!
¡Oh sombra que aclara las sombras!
Esta gran rosa, la muerte, nos fue dada
porque entre tanta hermosura vamos a ciegas,
porque los ojos son chicos y el mar inmenso,
y el tiempo de ver reducido sin tino,
y las cosas con un revés que no alcanzamos.

Mas con esta rosa, Señor, ya no hay duda,
sino hermosura doquier que es tu nombre.

José Antonio Muñoz Rojas

Manuales heredados

Manuales heredados

Manuales heredados de padres
y abuelos de otros.
Los míos estaban en el campo,
el esparto no llegó a absorber la tinta.

Hubiera querido que la inocencia
de nuestras cartulinas de colores
hubiera sido izada con las cañas
usadas para varear los almendros.

Pero el cerro es ya una piedra
donde sentarse a inventarnos los ayeres.
Las lindes no se aprecian desde el llano.

El sol de este domingo no refulge.
Sentados en el parque distinguimos
las urnas-dormitorio donde acecha
la verdad proclamada de la infancia.

Bibiana Collado Cabrera

Imagen ilustrativa: Campesino en la mesa familiar, óleo sobre lienzo de Jozef Israels.

Aquellos días claros

Aquellos días claros

Oh, aquellos días claros de mi niñez, aquellos
días entre jardines, entre libros y sueños,
a qué poco han quedado reducidos: las piedras
brillantes al sol alto del dulce mediodía
-¡qué amarilla se ha puesto de aquel sol la memoria!-,
las pequeñas calizas, los cuarzos y pizarras
polvorientas, suaves, bajo los almendros,
aún tienen un rescoldo de recuerdo en mis manos;
el jazmín del estío –qué fue de aquella nieve!-,
que daba olor de fiesta a la tranquila noche,
aún lo siento en el pecho, cuando cierro los ojos;
y el rumor de las olas, lenta, lejanamente,
en mi interior florece, cuando llueve el silencio.

Calor, olor, rumores: a qué poco han quedado
reducidos los días lejanos y felices.

A veces el sonido de una piedra, cayendo
en una verde alberca, me hace creer que nunca
debió formarse un hombre sobre aquél que gozaba
sobresaltando aguas tranquilas. Y quién sabe
si hoy, corriendo esas aguas hacia mares futuros,
también piensan que nunca debieron de ser ríos.

Alfonso Canales

Purísima doncella

Purísima doncella

De entre todas, María, la más bella,
por llevar en su seno al Redentor,
dulcedumbre lumínica de amor,
encarnado en purísima doncella.

Alumbra el Sol ante fulgente estrella,
dádiva de sí mismo, El Creador,
fuera concebido nuestro Señor,
por Espíritu Santo, y nació della.

¿Cómo no amarte, entre años que viviera?
Virgen María, ¡oh serena belleza!
¡Cuántas lágrimas en mi edad postrera!

Por ir al cielo abogo a tu grandeza,
y emprendo alado vuelo, sin espera,
donde busco asilo en tan Alta Alteza.

A tal delicadeza,
rimo dulces silbos de amor ardido,
amor como el tuyo no hay, ni habido.

José Jaime Capel Molina