La Leyenda de San Martín de Porres en Guatemala
Vista Hermosa es un barrio relativamente moderno de la Nueva Guatemala de la Asunción. Sus casas y edificios han seguido en su construcción las líneas más audaces de la arquitectura moderna. Son la serena tranquilidad, la apacible soledad y el silencio, su tarjeta de presentación. El alma del visitante se anega con ellas en una oleada de paz interior.
A la iglesia de barrio, erigida bajo la advocación del humilde fraile peruano San Martín de Porres, había sido enviado el padre Felipe Estrada por el arzobispado metropolitano en calidad de párroco titular.
Era un sacerdote joven, pletórico de anhelos e ilusiones…El Padre Estrada se sentía a gusto en su nueva parroquia, para cuyos feligreses tenía ambiciosos proyectos. Sabía que materialmente no lo necesitaban, pero espiritualmente les era indispensable.
Todas las tardes, después de rezar su breviario con suma devoción en la iglesia solitaria, ante la estilizada imagen de madera de San Martín de Porres colocada a la diestra de la piedra de arar, acompañado únicamente por dos cirios que se consumían guardando el Sagrario y de múltiples azucenas que en sus últimos estertores perfumaban el recinto –aroma que penetraba en el alma del sacerdote, para llevarse en sus volutas de éter el fervor de su oración-, gustaba de subir al coro alto y sentarse al pequeño órgano electrónico y arrancarle los sonidos más nobles y sublimes.
Lo sacaba de su meditación el tañido melódico del carrillón eléctrico que anunciaba el ángelus vespertino, hora en que tenía que bajar y revestirse con los ornamentos sagrados para celebrar el rezo y la misa dedicada a San Martín, santo al que profesaba una fe acendrada.
Una sola pena acompañaba la vida del padre Felipe: la enfermedad de su madre.
Doña Antonieta, que así se llamaba, padecía cáncer en un pulmón, enfermedad que le había ido consumiendo la vida poco a poco entre dolores sostenidos. Los médicos le habían desahuciado concediéndole apenas algunos meses de vida.
El padre Felipe sufría intensamente ante el cruel padecimiento de su madre. Al enterarse del diagnóstico médico, se consternó tanto que decidió trasladarla del hospital a la casa parroquial. ¡Al menos los últimos días los pasaría junto a él! Más no perdía la fe ni en Dios ni en su intercesor, San Martín de Porres. Le pedía con suma humildad un segundo más de la vida de su madre, viejecita a quién idolatraba.
¡Ah…! Si la imagen del santo hablara, diría cuántas lágrimas había derramado. Hubiese podido formar con ellas un rosario con miles de cuentas de cristal.
Con esa angustia torturándole el alma, encontró el mes de noviembre el padre Felipe. Mes durante el cual la Iglesia católica celebraba la fiesta titular de San Martín, a quien él consagraba todos los días. Desde el primero, la iglesia se adornaba con lujo y discreción. Todas las tardes, al ocaso, se exponía el Santísimo Sacramento en custodia de oro y pedrería y entre cendales de terciopelo e incensarios de plata, de los cuales se elevaban columnas de incienso retorciéndose a la caricia del viento.
El tres de aquel año sin tiempo, día de San Martín, las celebraciones habían superado los deseos del padre Felipe: la iglesia se había visto colmada de fieles durante la Misa Mayor; sin embargo, lo que más le satisfacía era que la mayor parte de ellos se había acercado a recibir el pan de los ángeles, hasta el punto de tener que fraccionar las hostias. En la tarde, a pesar del frío viento que azotaba el barrio, desfilaron ante el altar todos los feligreses.
Esa noche el frío se acentuó…El padre Felipe se encontraba orando a los pies de un crucifijo en la alcoba de su madre. En su alma quejumbrosa se clavaba todo su dolor. Esa tarde se había agravado y había tenido que suministrarle los santos oleos.
—Las esperanzas se han perdido— le había dicho el médico, de un momento a otro sobrevendrá el desenlace…
Por eso oraba con la mayor devoción que pudo encontrar su alma.
—Padre Felipe— le dijo en un susurro el sacristán desde el umbral de la puerta, —ya cerré la iglesia, apagué todas las luces, menos los cirios del altar mayor, por Nuestro Amo. ¿Desea alguna cosa antes de retirarme?—
—No, Nacho, todo está bien. Anda a dormir, que sí necesito algo, te iré a llamar.
De pronto, un ruido proveniente de la iglesia captó su atención. Sorprendido, se apresuró a alcanzar la puerta que conduce a la iglesia y que se abre abajo del coro.
—Un candelabro se debe haber caído—, murmuró. ¡Y con las sedas que hay en el altar…!
Al penetrar en la iglesia se enredó en las sombras de la penumbra, y casi tropieza. No distinguía nada, pero sintió en el ambiente que algo extraño estaba sucediendo.
Temeroso, cerró la puerta y corrió en busca del padre Felipe.
—Padre, en la iglesia hay algo. ¡Venga a ver!— asintió el sacristán asustado.
—¡No puedo dejar sola a mi madre!
—Venga un solo momento padre, no vayan a ser ladrones y carguen con todo.
—Está bien Nacho, ¡vamos!
Y cerrando con cuidado la puerta se dirigió a la iglesia en pos del sacristán. Al solo pisar las baldosas del templo una inmensa paz invadió sus almas, como si hubiesen traspuesto las arcadas del infinito.
—Padre…¿Qué está pasando?— inquirió con hilo de voz el sacristán.
—No lo sé, pero acerquémonos al altar.
Y caminaron muy despacio.
Una luz de tul azul caía sobre el altar y sus reflejos se esparcían hasta las gradas del comulgatorio, pues no existía balaustre. Llegaron hasta donde alcanzaba la aureola de luz.
—Nacho…Nacho arrodíllate— jadeó el sacerdote. —Comprende que el Señor no quiere que pasemos de aquí. Es su voluntad la que nos detiene. ¡Arrodíllate…arrodíllate! ¡Oh! ¡Inmenso Dios! ¡qué dicha más grande!— dijo. Y cayó postrado.
—¡Padre!…pero si es San Martín…y está orando…¡llora!…vea esas lágrimas cómo resbalan por su cara…
De rodillas en la primera grada del altar y sin tocar el mármol, un hombre con hábito de dominico desgranaba las cuentas de un rosario de madera. Un resplandor vivísimo envolvía su rostro de ébano…Junto a él, emergían una escoba y un cestillo de mimbre, sus atributos de santidad.
San Martín de Porres, el humilde lego peruano del convento de Santo Domingo de Lima, oraba ante el trono del Altísimo!
De sus ojos claros se desprendían lágrimas en madejas de diamante y se hacían astillas en el mármol del suelo…Su elevado estado de éxtasis no le permitió observar cómo San Martín se iba diluyendo, como si el viento le fuese arrancando sus moléculas de éter. Por fin desapareció. Fue entonces cuando emergió de su ensueño celestial.
Los cuatro cirios que custodiaban el tabernáculo brillaban con mayor intensidad y las azucenas vertían un perfume más sutil.
El padre Felipe salió de la iglesia sin cruzar palabra con el sacristán. Ambos se dirigieron al aposento de la señora Antonieta.
Su sorpresa fue indescriptible al verla: aquel rostro macilento de unas horas, aquel cuerpo que apenas si era fuerte para sostener la vida, en ese momento descansaba tranquilo y sereno, con la sangre vigorosa corriendo a raudales por sus venas y sonreía con dulzura.
—¡Ay Madre mía!— exclamó el padre lanzándose a sus brazos.
—¡Fue por usted, señora Antonieta, por quién vino a rezar San Martín!— exclamó lleno de asombro el sacristán. Alabado sea Dios por su bondad!
Presa de emoción, el padre Felipe se echó a llorar de gratitud y alegría a los pies del crucifijo, mientras su madre tranquila le observaba desde su lecho, sin comprender el prodigio.
A muchos años de su encuentro con San Martín de Porres, el padre Felipe Estrada continúa la senda de su sacerdocio con mayor sacrificio, intentando imitar en lo posible, la santidad del humilde lego peruano que un día salvara de la muerte a su madre.
Celso A. Lara Figueroa
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