La leyenda de San Martín de Porres en Guatemala

protector de los enfermos

La Leyenda de San Martín de Porres en Guatemala

Vista Hermosa es un barrio relativamente moderno de la Nueva Guatemala de la Asunción. Sus casas y edificios han seguido en su construcción las líneas más audaces de la arquitectura moderna. Son la serena tranquilidad, la apacible soledad y el silencio, su tarjeta de presentación. El alma del visitante se anega con ellas en una oleada de paz interior.

A la iglesia de barrio, erigida bajo la advocación del humilde fraile peruano San Martín de Porres, había sido enviado el padre Felipe Estrada por el arzobispado metropolitano en calidad de párroco titular.

Era un sacerdote joven, pletórico de anhelos e ilusiones…El Padre Estrada se sentía a gusto en su nueva parroquia, para cuyos feligreses tenía ambiciosos proyectos. Sabía que materialmente no lo necesitaban, pero espiritualmente les era indispensable.

Todas las tardes, después de rezar su breviario con suma devoción en la iglesia solitaria, ante la estilizada imagen de madera de San Martín de Porres colocada a la diestra de la piedra de arar, acompañado únicamente por dos cirios que se consumían guardando el Sagrario y de múltiples azucenas que en sus últimos estertores perfumaban el recinto –aroma que penetraba en el alma del sacerdote, para llevarse en sus volutas de éter el fervor de su oración-, gustaba de subir al coro alto y sentarse al pequeño órgano electrónico y arrancarle los sonidos más nobles y sublimes.

Lo sacaba de su meditación el tañido melódico del carrillón eléctrico que anunciaba el ángelus vespertino, hora en que tenía que bajar y revestirse con los ornamentos sagrados para celebrar el rezo y la misa dedicada a San Martín, santo al que profesaba una fe acendrada.

Una sola pena acompañaba la vida del padre Felipe: la enfermedad de su madre.

Doña Antonieta, que así se llamaba, padecía cáncer en un pulmón, enfermedad que le había ido consumiendo la vida poco a poco entre dolores sostenidos. Los médicos le habían desahuciado concediéndole apenas algunos meses de vida.

El padre Felipe sufría intensamente ante el cruel padecimiento de su madre. Al enterarse del diagnóstico médico, se consternó tanto que decidió trasladarla del hospital a la casa parroquial. ¡Al menos los últimos días los pasaría junto a él! Más no perdía la fe ni en Dios ni en su intercesor, San Martín de Porres. Le pedía con suma humildad un segundo más de la vida de su madre, viejecita a quién idolatraba.

¡Ah…! Si la imagen del santo hablara, diría cuántas lágrimas había derramado. Hubiese podido formar con ellas un rosario con miles de cuentas de cristal.

Con esa angustia torturándole el alma, encontró el mes de noviembre el padre Felipe. Mes durante el cual la Iglesia católica celebraba la fiesta titular de San Martín, a quien él consagraba todos los días. Desde el primero, la iglesia se adornaba con lujo y discreción. Todas las tardes, al ocaso, se exponía el Santísimo Sacramento en custodia de oro y pedrería y entre cendales de terciopelo e incensarios de plata, de los cuales se elevaban columnas de incienso retorciéndose a la caricia del viento.

El tres de aquel año sin tiempo, día de San Martín, las celebraciones habían superado los deseos del padre Felipe: la iglesia se había visto colmada de fieles durante la Misa Mayor; sin embargo, lo que más le satisfacía era que la mayor parte de ellos se había acercado a recibir el pan de los ángeles, hasta el punto de tener que fraccionar las hostias. En la tarde, a pesar del frío viento que azotaba el barrio, desfilaron ante el altar todos los feligreses.

Esa noche el frío se acentuó…El padre Felipe se encontraba orando a los pies de un crucifijo en la alcoba de su madre. En su alma quejumbrosa se clavaba todo su dolor. Esa tarde se había agravado y había tenido que suministrarle los santos oleos.

—Las esperanzas se han perdido— le había dicho el médico, de un momento a otro sobrevendrá el desenlace…

Por eso oraba con la mayor devoción que pudo encontrar su alma.

—Padre Felipe— le dijo en un susurro el sacristán desde el umbral de la puerta, —ya cerré la iglesia, apagué todas las luces, menos los cirios del altar mayor, por Nuestro Amo. ¿Desea alguna cosa antes de retirarme?—

—No, Nacho, todo está bien. Anda a dormir, que sí necesito algo, te iré a llamar.

De pronto, un ruido proveniente de la iglesia captó su atención. Sorprendido, se apresuró a alcanzar la puerta que conduce a la iglesia y que se abre abajo del coro.

—Un candelabro se debe haber caído—, murmuró. ¡Y con las sedas que hay en el altar…!

Al penetrar en la iglesia se enredó en las sombras de la penumbra, y casi tropieza. No distinguía nada, pero sintió en el ambiente que algo extraño estaba sucediendo.

Temeroso, cerró la puerta y corrió en busca del padre Felipe.

—Padre, en la iglesia hay algo. ¡Venga a ver!— asintió el sacristán asustado.

—¡No puedo dejar sola a mi madre!

—Venga un solo momento padre, no vayan a ser ladrones y carguen con todo.

—Está bien Nacho, ¡vamos!

Y cerrando con cuidado la puerta se dirigió a la iglesia en pos del sacristán. Al solo pisar las baldosas del templo una inmensa paz invadió sus almas, como si hubiesen traspuesto las arcadas del infinito.

—Padre…¿Qué está pasando?— inquirió con hilo de voz el sacristán.

—No lo sé, pero acerquémonos al altar.

Y caminaron muy despacio.

untitled oración 1Una luz de tul azul caía sobre el altar y sus reflejos se esparcían hasta las gradas del comulgatorio, pues no existía balaustre. Llegaron hasta donde alcanzaba la aureola de luz.

—Nacho…Nacho arrodíllate— jadeó el sacerdote. —Comprende que el Señor no quiere que pasemos de aquí. Es su voluntad la que nos detiene. ¡Arrodíllate…arrodíllate! ¡Oh! ¡Inmenso Dios! ¡qué dicha más grande!— dijo. Y cayó postrado.

—¡Padre!…pero si es San Martín…y está orando…¡llora!…vea esas lágrimas cómo resbalan por su cara…

De rodillas en la primera grada del altar y sin tocar el mármol, un hombre con hábito de dominico desgranaba las cuentas de un rosario de madera. Un resplandor vivísimo envolvía su rostro de ébano…Junto a él, emergían una escoba y un cestillo de mimbre, sus atributos de santidad.

San Martín de Porres, el humilde lego peruano del convento de Santo Domingo de Lima, oraba ante el trono del Altísimo!

De sus ojos claros se desprendían lágrimas en madejas de diamante y se hacían astillas en el mármol del suelo…Su elevado estado de éxtasis no le permitió observar cómo San Martín se iba diluyendo, como si el viento le fuese arrancando sus moléculas de éter. Por fin desapareció. Fue entonces cuando emergió de su ensueño celestial.

Los cuatro cirios que custodiaban el tabernáculo brillaban con mayor intensidad y las azucenas vertían un perfume más sutil.

El padre Felipe salió de la iglesia sin cruzar palabra con el sacristán. Ambos se dirigieron al aposento de la señora Antonieta.

Su sorpresa fue indescriptible al verla: aquel rostro macilento de unas horas, aquel cuerpo que apenas si era fuerte para sostener la vida, en ese momento descansaba tranquilo y sereno, con la sangre vigorosa corriendo a raudales por sus venas y sonreía con dulzura.

—¡Ay Madre mía!— exclamó el padre lanzándose a sus brazos.

—¡Fue por usted, señora Antonieta, por quién vino a rezar San Martín!— exclamó lleno de asombro el sacristán. Alabado sea Dios por su bondad!

Presa de emoción, el padre Felipe se echó a llorar de gratitud y alegría a los pies del crucifijo, mientras su madre tranquila le observaba desde su lecho, sin comprender el prodigio.

A muchos años de su encuentro con San Martín de Porres, el padre Felipe Estrada continúa la senda de su sacerdocio con mayor sacrificio, intentando imitar en lo posible, la santidad del humilde lego peruano que un día salvara de la muerte a su madre.

Celso A. Lara Figueroa

* * *

∗ Extractos del capítulo ‘la leyenda de San Martín de Porres en Guatemala’, del libro “Viejas consejas: Sobre santos milagrosos y señores de los cerros” (1995). Celso A. Lara Figueroa.

«La Siervita», la monja prodigiosa de Tenerife

siervita de La Laguna

La Siervita. Boletín Informativo de la causa de canonización de la Sierva de Dios Sor María de Jesús de León Delgado, O.P. (Nº 23)

Cuando una persona a la que queremos mucho o con la que tenemos estrechos vínculos de sangre o familiaridad fallece, no descuidamos su sepultura. La bendecimos, la visitamos, le ponemos flores…Y todo eso, ¿por qué? Porque consideramos que el cuerpo de nuestro ser querido ha sido templo del Espíritu Santo desde el día de su bautismo y que, en el sepulcro, espera la resurrección del último día. Ese cuerpo enterrado, cuando es el cuerpo de un cristiano, es un lugar en el que Dios ha habitado con su presencia y amor, y al que Jesucristo ha prometido la resurrección y la vida.

Es un signo de respeto y reverencia hacia Dios que lo ha creado y redimido. El cuerpo es un don de Dios, que nos ha dado la posibilidad de relacionarnos con el mundo, con las demás personas y, especialmente, con Él mismo. El cuerpo es un regalo de Dios a la persona. No es un añadido, sino que forma parte de la identidad de cada una de las personas. Somos nuestro cuerpo y somos nuestro espíritu. Por eso, cuando un cristiano muere, al cuerpo le reservamos un especial respeto y atención; porque ha formado parte de la identidad de su persona. Y, además, porque Jesús nos lo prometió y creemos en su Palabra, esperamos que sea resucitado como fuese resucitado su Cuerpo aquel primer día de la semana y que contemplaran sus discípulos y sus apóstoles en las diferentes apariciones que nos relatan los evangelios.

Nosotros también, cada 15 de febrero, visitamos el lugar en el que está el cuerpo incorrupto de Sor María de Jesús (la Siervita). Lo visitamos con especial cuidado y delicadeza porque formó parte de su identidad de mujer, de su condición de cristiana y de su vida consagrada a Dios en la clausura del monasterio de Santa Catalina, en La Laguna. El día 15 de febrero, día en el que murió, visitamos su sepultura para agradecer a Dios su vida y pedirle que interceda por nosotros. Consideramos que su vida fue un ejemplo. Durante todos sus años de vida en clausura, se dedicó a rezar por los demás y a ofrecer a Dios su vida como reparación para la salvación de todas las personas. Unió su vida, con sus alegrías y sufrimientos, a la vida de Jesucristo, para completar en su cuerpo, como nos recuerda San Pablo, lo que Cristo realizó en su propio Cuerpo entregado hasta la muerte y muerte de Cruz.

Por eso sentimos que su cuerpo es especial y, con respeto y veneración, lo visitamos, y aprovechamos para encomendarnos a su intercesión. ¡Cuántos regalos de Dios han recibido tantas personas en el momento de visitar su sepulcro! Signo es, sin duda, de la permanente y amorosa acción de Dios en favor de todos nosotros. Cuando visitamos su sepultura debemos decir:

  • Gracias Señor por la vida de Sor María Jesús.
  • Gracias por haberla elegido para formar parte de la comunidad de religiosas dominicas de La Laguna.
  • Gracias porque su vida nos estimula a escuchar tu Palabra y vivir la Caridad.
  • Gracias por darnos la posibilidad de estar aquí.

¿Por qué pedirle  que interceda por nosotros?

Hay un tema importante que debemos tener en cuenta. Quien nos concede gracias y favores es Dios. La providencia de Dios es la que está pendiente de nosotros y nos concede aquello que necesitamos, aunque en ocasiones no coincida del todo con lo que nosotros deseamos. A la postre nos damos cuenta que todo lo que nos ocurre, cuando lo vivimos desde la fe y la confianza en Dios, ocurre para nuestro bien. Los cristianos siempre pedimos las cosas al Padre Dios por Jesucristo Nuestro Señor. Así concluyen las oraciones que hacemos en la Liturgia, cualquiera que sea su celebración. Decimos «Por Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina, en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén».

Pues bien; si todo lo pedimos por medio de Cristo, ¿por qué pedir la intercesión de los santos? Si Dios Padre nos lo ha dado todo, y nos sigue dando lo que necesitamos, a través de su Hijo Jesucristo, ¿por qué solicitar gracias y favores especiales a través de los santos y santas? Lo hacemos porque tiene sentido y porque lo podemos hacer.

Cuando fuimos bautizados, la Santa Iglesia nos introdujo en la vida de Cristo. Los bautizados podemos decir lo que decía San Pablo: «Ya no vivo yo; es Cristo quien viven en mí». Y esto es verdad de tal manera que nuestro vivir es ya un vivir en Cristo. Por eso nos llamamos «cristianos», porque somos «de Cristo», porque sacramentalmente nos hemos convertido en «otros Cristos». Por eso, cuando cada uno de nosotros elevamos nuestra oración a Dios, es la voz de Cristo la que se eleva al Padre en el Espíritu de Jesús. Cristo fue dirigiéndose al Padre a través de nosotros y en nosotros. ¡Qué misterio tan hermoso! ¡la hermosura de la oración cristiana!

Cuando un hermano en la fe, un cristiano, como es el caso de La Siervita, muere, nosotros podemos hacer dos cosas: pedir a Dios por él y pedirle a él que interceda -con Cristo- por nosotros. Y Dios, que nos ama y es providente, que está pendiente de nuestras necesidades, escucha la oración intercesora de los vivos y difuntos en el eco del corazón de Cristo. Es más, la Iglesia reconoce que esta intercesión es posible y real porque admite la existencia de «milagros» por intercesión de un fiel cristiano en favor nuestro. ¡Qué gran misterio el de la Comunión de los Santos! El vínculo del Bautismo une a la Iglesia triunfante con la Iglesia militante.

Por eso podemos, y hasta debemos, pedirle a la Siervita que interceda por nosotros. Ella que vivió la amistad con Jesucristo de una manera intensa y ejemplar, que vivió la comunión con Él de una manera llamativa para los de su tiempo, puede interceder en Cristo por nosotros y por nuestras necesidades. Por eso, cuando visitamos su sepultura podemos decir:

  • Sor María de Jesús, intercede por mi familia y por mis amigos.
  • Pide a Dios que supere esta enfermedad o dificultad.
  • Dile al Señor, Nuestro Dios, que convierta mi corazón y me haga santo.
  • Ayúdame a vivir el evangelio como tú lo viviste.

La santidad a la que todos estamos llamados

Sor María de Jesús fue una mujer especial. Es cierto. Quienes la conocieron nos han dado testimonio de su especial relación con Dios. Una amiga fuerte de Dios. Una monja de los pies a la cabeza. Una gran discípula de Jesús. Pero Dios nos llama a todos al gozo de esa relación y a la gracia de experimentar, como ella, la salvación y la paz. Todos nosotros podemos tener la misma experiencia que ella tuvo al celebrar la eucaristía, al recibir el perdón de nuestros pecados en la confesión sacramental, a acoger su protección y su gracia en los demás sacramentos y alimentar nuestra vida con su Palabra salvadora. Todos nosotros podemos experimentar lo que la Siervita experimentó. Porque todos nosotros estamos llamados a la Santidad.

Con frecuencia solemos imaginar que los santos son pocos y especiales. Y eso no es cierto. Los santos son aquellos que han escuchado la Palabra de Jesús y han creído en ella. Los santos son amigos fuertes de Dios que han dejado a Dios ser protagonistas de sus vidas. Se han sentido amados por Dios de tal forma que no entienden la vida sino como una respuesta en amor a los demás.

Donde hay un hombre o una mujer, hay un santo en potencia. Donde hay un cristiano que recibió y vive la gracia de su bautismo, hay un santo en camino. Donde hay un hombre y una mujer que han vivido la vida en comunión con Jesucristo, hay un santo en el cielo. Cristo le ha dado al Papa la autoridad para declarar, de una manera definitiva y clara, cuándo un cristiano es santo y está en el cielo junto a Dios. Esa es la beatificación o canonización que hace la Iglesia. Pero cuando se beatifica o canoniza a un fiel cristiano el Papa no lo introduce en el Cielo, en la comunión con Dios: allí ya estaba. El Papa declara lo que ya era, lo que ya existía y nos lo comunica para que le demos el culto debido de veneración a ese fiel cristiano y hermano nuestro. Eso es lo que esperamos que ocurra con la Siervita.

Visitar su sepultura el día 15 de febrero o cualquier día del año debe ser para cada uno de nosotros una llamada a la santidad. Si ella pudo, y creemos que lo logró, nosotros también podemos. De la misma manera que la gracia de Dios la acompañó durante toda su vida, a nosotros también nos acompaña. Todos estamos llamados a la Santidad; cada uno según su condición de vida y su peculiar vocación cristiana. Por eso, al visitar su sepulcro debemos decir:

  • Sor María de Jesús, ayúdame a ser muy amigo de Dios; muy amiga de Dios.
  • Intercede ante Dios para que acoja tu ejemplo y considere a Dios mi mayor tesoro.
  • Que siempre sea consciente de que Dios me ama y me quiere de verdad.
  • Ayúdame a ser santo, a ser santa.

La salvación y la gracia

En la balanza de nuestra vida hay una gran desproporción entre lo que nosotros le podemos dar a Dios y lo que Dios nos quiere dar a nosotros. No hay paridad; no hay equilibrio. Dios es desproporcionadamente más generoso con nosotros que lo que nosotros podemos ser con Él. ¿Qué nos ha dado Dios? La salvación y la gracia. O sea, nos lo ha dado todo. ¿Qué podemos darle nosotros a Dios? Nuestra fidelidad como respuesta.

Tanto nos amó, tanto amó Dios al mundo -nos recuerda la Escritura- que nos ha entregado la salvación por medio de Jesucristo. Con su muerte y Resurrección nos ha salvado del pecado y de la muerte. ¡Qué generosidad la de Dios! Nos ha salvado. Y, como nuestra fidelidad es tentada y débil, porque somos pecadores, nos ha concedido la gracia, ese auxilio y apoyo permanente para poder responder al don de su salvación.

De esta experiencia profunda de salvación y de gracia fueron testigos todos los santos. De esta experiencia vivió también Sor María de Jesús. Visitar el sepulcro de la Sierva de Dios, Sor María de Jesús, es una ocasión para:

  • Agradecer el don de la salvación que Dios nos ha concedido por Jesucristo.
  • Pedir la gracia para ser fiel en nuestra vida cumpliendo el mandamiento de Jesús.
  • Retomar el camino de la salvación y convertir la vida a Dios un poco más cada día.
  • Pedir para los demás, con generosidad, que encuentren la salvación y la gracia que Dios les ofrece permanentemente a través de la Iglesia.

¿Cómo pedirle a la Siervita?

Con sinceridad. Con sencillez. Con alegría. Con fe. Sabiendo que lo que hacemos es bueno, es oportuno, es conveniente. Pedirle con nuestras palabras, con nuestra forma de hablar, desde nuestra necesidad. Pedirle con generosidad, pensando más en los demás que en nosotros mismos. Pedirle que interceda, que sirva de puente, de medio entre Jesús y nosotros, porque sabemos que Cristo es el único camino para alcanzar el corazón del Padre, fuente de gracia y salvación.

Pedir es reconocer la desproporción entre Dios y nosotros. Él tiene todo y nosotros no tenemos nada. Él lo puede todo y nosotros no podemos nada.

Escribe: Juan Pedro Rivero González

Sor María de Jesús 1

Oración -para uso privado-

Dios omnipotente y misericordioso, que te dignaste colmar de bienes celestiales a tu Sierva María de Jesús desde su infancia, llegando a resplandecer por su humildad admirable, oración asidua y penitencia rigurosa; concédenos, por su intercesión la gracia que te pedimos [expóngase la petición]. También te pedimos por la pronta elevación de tu Sierva a los altares. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

*Esta oración no tiene finalidad alguna de culto público.

La Siervita

Enlaces de interés:

Sor María de Jesús de León Delgado, O.P.,»La Siervita»

Boletín informativo de la causa de canonización, nº 24 (2016)

Tributo a la Sierva de Dios Sor María de Jesús

Festividad de Nuestra Señora de Lourdes

Oración

Dóciles a la invitación de vuestra voz maternal, oh Virgen Inmaculada de Lourdes, acudimos a vuestras plantas, cerca de la humilde gruta donde os habéis dignado aparecer para indicar a los extraviados él camino de la oración y de la penitencia y para otorgar a los necesitados las gracias y prodigios de vuestra soberana bondad.

Recibid, oh Reina piadosa, las alabanzas y las súplicas que pueblos y naciones, oprimidos por las amarguras y la ansiedad, elevan confiadas hacia vos.

¡Oh blanca Aparición del Paraíso, arrojad de los espíritus las tinieblas del error, con la luz de la Fe! ¡Oh místico rosal, aliviad a las almas abatidas, con el perfume celestial de la Esperanza! ¡Oh fuente inextinguible de agua saludable, reanimad a los corazones áridos, con raudales de divina Caridad!

Haced que todos nosotros, vuestros hijos, fortalecidos por vos en nuestras penas, protegidos en los peligros, sostenidos en las luchas, amemos y sirvamos tan fielmente a vuestro dulce Jesús, que merezcamos gozar de las alegrías eternas, junto al trono vuestro en el Cielo. Así sea.

Oración compuesta por S.S. Pío XII con ocasión del centenario de las apariciones de la Santísima Virgen en Lourdes.

Virgen de Lourdes de la Iglesia de San Francisco de Asís (La Orotava, Tenerife). Foto: J.J. Santana.

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Lourdes, puerta del cielo

Padre Pedro Arrupe, S.J.: un jesuita universal

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Para el presente Amén, para el futuro ¡Aleluya!

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Aquí vengo, Señor, para deciros desde lo más íntimo de mi corazón y con la mayor sinceridad y cariño de que soy capaz, que no hay nada en el mundo que me atraiga, sino Tú sólo, Jesús mío…Oh Señor, no me canso de repetiros: nada quiero sino amarte, nada deseo en este mundo sino a Ti.

Pedro Arrupe y Gondra (Bilbao, 14 de Noviembre de 1907 – †Roma, 5 de Febrero de 1991) fue un sacerdote jesuita español y Prepósito General de la Compañía entre 1965 y 1983. Su vida apostólica siempre fue seguida con interés por la opinión pública a nivel internacional, dada su personalidad destacada y talante progresista. Hombre de sólida formación humanística, en su juventud ya deja signos evidentes de ser un hombre de Dios para los demás, compaginando sus estudios con trabajos apostólicos con los más desfavorecidos. El Evangelio que predicaba el Padre Arrupe era su amor y cercanía con los pobres.

Con ocasión de un viaje al santuario mariano de Lourdes (Francia), asiste a más de una curación milagrosa que él mismo tiene ocasión de analizar desde su categoría de brillante estudiante de medicina, con premios extraordinarios en anatomía y terapéutica. Diría al respecto: «Sentí a Dios tan cerca en sus milagros, que me arrastró violentamente tras de sí. Yo lo vi tan cerca de los que sufren, de los que lloran, de los que naufragan en esta vida de desamparo, que se encendió en mí el deseo ardiente de imitarle«. El 25 de Enero de 1927 entra en la Compañía de Jesús; que ocupará, a a partir de entonces, el centro de su existencia intelectual y moral y a la que se dedicará en cuerpo y alma hasta el final de su vida. Tras realizar estudios en EE.UU es destinado a la misión de Japón, siendo testigo directo de la explosión de la bomba atómica sobre Hiroshima. En 1954 es nombrado superior de los jesuitas en Japón. Realizó numerosos viajes pronunciando conferencias sobre su experiencia de Hiroshima y procurando recabar fondos para la Iglesia del entonces empobrecido Japón. La explosión atómica de Hiroshima fue para él un signo extremo de la tragedia humana, y un presagio de la más que posible autodestrucción del hombre que se alaba o vanagloria a sí mismo. Algunos años más tarde afirmará:

No es la atómica la más terrible de las energías, hay otras más temibles aún. La desintegración atómica no sería de temer si no estuviese al servicio de la humanidad desintegrada por el odio

En 1965, 22 de Mayo, fue elegido Prepósito General de la Compañía de Jesús (XXVIII General de la Compañía de Jesús), cargo que le exigió afrontar los tiempos críticos de los años sesenta. Su mandato se caracterizó por una decidida renovación de la misión de los jesuitas en el mundo actual, a la que imprimió un profundo sentido social. Ello propició que el gobierno de Arrupe al frente de la Compañía fuera controvertido en su tiempo, aunque nunca se puso en duda su buena fe y gran altura espiritual. Muchos reconocían que era un santo y achacaban a sus consejeros algunas decisiones comprometidas. A veces esas críticas le alcanzaban, atribuyéndole demasiada transigencia con los rebeldes y blandura en el trato con los díscolos. La aplicación de las indicaciones del Concilio Vaticano II fueron polémicas por la oposición cerrada del sector más conservador. Arrupe, siempre llevado por su amor inquebrantable a la Iglesia, se propuso llevarlas a la práctica desde dentro y con una profunda dimensión. Sin duda, Pedro Arrupe ha sido un puente de creatividad y evangélica osadía entre Oriente y Occidente, entre la Iglesia del Concilio y el postconcilio (del que es considerado «profeta»). En el momento de su renuncia, ya afectado por una trombosis cerebral, confirmaba en una hermosa alocución su transparencia y buenas intenciones durante su misión:

Durante estos 18 años mi única ilusión ha sido servir al Señor y a su Iglesia con todo mi corazón. Desde el primer momento hasta el último. Doy gracias al Señor por los grandes progresos que he visto en la Compañía. Ciertamente, también habrá habido deficiencias – las mías en primer lugar – pero el hecho es que ha habido grandes progresos en la conversión personal, en el apostolado, en la atención a los pobres, a los refugiados. Mención especial merece la actitud de lealtad y de filial obediencia mostrada hacia la Iglesia y el Santo Padre, particularmente en estos últimos años. Por todo ello, sean dadas gracias al Señor.

corazon-de-jesusarrupe

Háblame muy frecuentemente en el fondo del alma y exígeme mucho, que te juro por tu Corazón hacer siempre lo que Tú deseas, por mínimo o costoso que sea.

El Padre Arrupe llevaba muy dentro una dedicación absoluta al Corazón de Cristo, caudal inagotable de fuerza sobrenatural. Su fe en Dios era tan recia, tan convincente que se transparentaba en toda su persona (Fernando Gª Gutiérrez, S.J.):

No hay nada más práctico que encontrar a Dios.
Es decir, enamorarse profundamente
y sin mirar atrás.
Aquello de lo que te enamores,
lo que arrebate tu imaginación, afectará todo.
Determinará lo que te haga
levantar por la mañana,
lo que harás con tus atardeceres,
cómo pases tus fines de semana,
lo que leas, a quién conozcas,
lo que te rompa el corazón…
y lo que te llene de asombro
con alegría y agradecimiento.
Enamórate, permanece enamorado
y esto lo decidirá todo.

Pedro Arrupe, S.J.

arrupe

Tomad Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que esto me basta.

Unos días antes a su fallecimiento, ya gravemente enfermo, le visita Juan Pablo II para reconfortarlo. También en su lecho convaleciente recibió la visita de Teresa de Calcuta. Finalmente, el Padre Arrupe, el 5 de febrero de 1991 (día en que se celebra en Japón la fiesta litúrgica de los Santos Mártires de Nagasaki), entregó su alma a Dios en la casa generalicia de los jesuitas en Roma. Sus últimas palabras fueron: «Por el presente Amén y por el futuro Aleluya». Hoy, precisamente, se cumple el 25 aniversario de su fallecimiento.

Pedro Arrupe

Enlaces recomendados:

«Pedro Arrupe, un Jesuita Universal», por Quirino Weber, S.J.: Aquí

Blog de Pedro Miguel Lamet: pedrolamet.com/Arrupe

* * *

La Curia General de la Compañía de Jesús (Societas Jesu, S.J., o Jesuitas), está analizando la posibilidad de  solicitar la beatificación del Padre Pedro Arrupe, que murió en Roma el 5 de febrero de 1991. Para ello la Compañía ha pedido el envío de testimonios que ayuden a determinar si el Padre Arrupe posee “una verdadera reputación de santidad vivida en una parte importante del pueblo de Dios” con el fin de justificar la introducción de la solicitud para la apertura de un proceso de beatificación.

Virgen de Candelaria

Virgen de Candelaria 1

Virgen de Candelaria

Ya las campanas repican
bajo cristales de llamas.
Y en las rocas las espumas
abren sus flores de nácar.
En las arenas la Virgen
de joyas orificadas.
La multitud es inmensa.
Más inmensas las plegarias.
¡Qué bella la Morenita,
la Virgen de Candelaria!
Su rostro flor de canela;
su manto rosa del alba;
y a sus orillas dormida
¡a media luna de plata.
Ajorcas le pone el sol
con sus oros engarzadas
y lucen más sus vestidos,
y brillan más sus alhajas.
Y, toda llena de espumas,
la mar canta enajenada.

II

Romeros de bronce y sueño
le rezan en la solana;
romeros en cuyos ojos
se durmió la madrugada.
Ojos de noche y camino,
ojos de copla y de lava,
ojos de luces prendidas
en los relentes del alba.
Fiesta de Nuestra Señora
con súplicas y con lágrimas,
con promesas y con rezos,
con coplas y con guitarras.
Remotas gentes que llegan
y rezan alborozadas;
gentes que cantan y gritan,
gentes que llanto derraman.
Más que la luz de los cirios
arde la fe de las almas.
¡Isla de amor encendida,
que rezas sobre la playa!

III

De los arcángeles Reina
de mi nave Capitana,
alumbre mis derroteros
el resplandor de tu llama.
Tú más pura que la nieve
que de nuestro Teide es gala,
enciendes con tus fulgores
mis Islas Afortunadas.

…….

Tu rostro, flor de canela;
tu manto rosa del alba;
y a tus orillas dormida
la media luna de plata.

…….

Asómase ya la noche
a las más altas ventanas.
Y tú las olas escuchas
en la paz de tu morada.

              Sebastián Padrón Acosta