Fray Martín comprendió la alegría del amor en la familia y la alegría de vivir en familia
Fray Martín tuvo un alto concepto de la familia. La continua ausencia de su padre añadida a sus visitas tan esporádicas como desconcertantes, le hizo —muy pronto— comprender y aceptar una situación dolorosa que a su vez generó en conmiseración absoluta: el sufrimiento de abandono, que se intensifica con el rechazo social por el color de su piel, pero que de manera inmediata se transforma en misericordia hacia los demás y da frutos benditos en un alma, ya de por sí, buena y santa. En una sociedad rigurosa y llena de prejuicios como la de aquella época —y acaso, aunque con maquillaje, todavía la de ahora— Martín experimenta el rechazo de los demás y el desamparo paterno; pero como contraposición, y muy por encima de esta situación, siente que el Señor, como buen y verdadero Padre, lo ama de una manera incondicional, recibiéndolo como un hijo propio. Busca consuelo y esperanza en su Cruz y es correspondido con creces. No guarda rencor ni reprocha nada a nadie y aún menos a su progenitor. A pesar del dolor inicial por su ausencia, siente lástima de un padre que también sufre por una realidad social que le supera.
La familia de Martín, lo que ahora se hace llamar uniparental, la constituía su madre, la hermana y el propio Martín. Y él, dichoso a pesar, bien ayudó a crear un verdadero hogar familiar. La iglesia parroquial y los vecinos, y más adelante la Orden de los dominicos, constituyeron su «otra» familia. Ese apoyo de la comunidad y de algunas personas referentes fueron su pilar en los primeros momentos, acaso los más difíciles.
Una vez hubo regresado de Guayaquil (Ecuador), Martín se va a vivir a la casa de Doña Isabel García, donde es posible que su madre sirviera. Allí también da muestras de su espíritu de hogar, con un trato cordial y humilde que de manera incesante le caracterizó. Una noche la dueña lo descubre rezando postrado ante una pequeña imagen de un Cristo Crucificado en una estampa que la sobrecoge para siempre. En ese mismo momento comprende que en su casa vive un verdadero santo y no duda en tenerle bajo su cuidado. Fray Martín encontró en la familia y en las personas con las que convivió un fuerte apoyo para su desarrollo personal, siempre lleno de humanidad y de amor hacia los demás.
Más adelante hizo de padre de Juancho, un niño desprotegido a quien le infunde autoestima y valores. También creó el Hogar de Santa Cruz para niños desamparados y en situación de abandono, con el propósito de darles una protección y que se sintieran en íntima comunidad. Y lo hace porque comprende que la escuela es una base segura de sus vidas y emociones y salvaguarda de comportamientos no deseables. Toda una fuente de caridad —la familia— donde el amor, la solidaridad y el compromiso con sus miembros es su razón de ser. Pero también porque entiende que la «familia cristiana» debe estar con los más necesitados y desamparados: sostenedora de una sociedad —como la actual— que vive en tiempos de crisis económica y decadencia moral-social.
Además, participó Fray Martín en situaciones de mediación familiar y en el fortalecimiento del vínculo conyugal en los momentos de zozobra: es el caso de su hermana Ana y su marido, donde les recuerda la ética de los deberes familiares, el respeto y el trato correcto. Sabía que los adultos, y en este caso los padres, deben ser espejos para sus hijos.
Martín de Porres sabía que el hogar familiar es la mejor de las residencias posibles, una escuela de valores y convicciones que nos hace crecer a diario en la vida.
Su madre, llamada Ana Velázquez, fue en este caso una figura relevante, fundamental en la vida de Fray Martín, pues le inculcó los valores cristianos con la palabra y el comportamiento ejemplar. Martín «encuentra y vive» ese sentimiento de familia: ayuda a su madre, colabora en casa, va a la escuela, juega con su hermana y con sus amigos, acuden juntos a la misa o a visitar o a realizar los recados a algún vecino cercano. Son esos momentos felices que —como a él o a cualquiera de nosotros— quedan grabados a fuego en los recuerdos de la vida y nos hacen creer que toda familia unida es más feliz. Y no sólo eso, sino aún más importante, una familia es la base para una sociedad más justa. Todos ellos —familia y sociedad—, miembros de un solo cuerpo para transmitir comprensión, ayuda permanente, principios y valores a los hijos, y una manera grata de honrar al Señor.
La familia cristiana debería ser un ejemplo vivo de la alegría del Evangelio. Si soñamos con un mundo mejor, donde nos tratemos con dignidad, respeto y por igual, donde amemos sin juzgar y donde seamos agradecidos con la vida, debemos caer en la cuenta que esto sólo lo podemos lograr con la alegría que nos regala la fe en Dios para que podamos como familias cristianas “gritar el Evangelio con la vida”.
Charles de Foucauld
Fray Martín vio que la familia era el camino: fuente inagotable de amor, de esperanza, de soporte en las caídas y malos momentos, también de acicate ante la duda y de justo reconocimiento en los logros. Igualmente, alabamos la alegría permanente -y bien entendida- de nuestro santo, que tanto le ayudó a resolver situaciones tensas dentro de su convento o conflictos familiares (o de cualquier otra índole) fuera del mismo. Siempre promoviendo la paz, el perdón y la reconciliación entre las personas, su espíritu abierto y alegre disipaba la discordia como un rayo de luz la penumbra, pues en todo momento se encomendó al buen Jesús.
Señor, Dios nuestro, en cuyos mandatos encuentra la familia su auténtico y seguro fundamento, atiende nuestras súplicas y concédenos que, siguiendo los ejemplos de la Sagrada Familia, practicando las virtudes domésticas, y manteniendo vivo el amor, lleguemos a gozar de los premios de tu reino. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Con cariño a todas las familias, para que siempre estén unidas en el amor fraterno, fraymartinblog.wordpress.com
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Jesús iba creciendo en sabiduría y en gracia ante Dios y los hombres
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