Mar

Mar

Espejo en que se miran sol y luna;
cristal mentido cuando duerme el viento;
reverso de un fingido firmamento;
mar sin orillas, cuando no laguna.

Movedizo ataúd, movible cuna;
canción de nana o fúnebre lamento;
espejismo ilusorio del momento
en que tiende sus alas la Fortuna.

Voz que el silencio de la noche quiebra
y en aguja de luz el hilo enhebra
de una bronca y salvaje sinfonía;

voz que graba en el oro de la arena
el triunfo del amor en la serena
resurrección del sol de cada día.

         Juan Millares Carló

SEÑOR

senor

¡Tú sabes de la cima nevada de mis días!
Y sabes de mis soles el agresivo ardor,
¡Ten tu bondad propicia para las cuitas mías
Y llévate en tu veste, prendido mi dolor!
¡Mira que estoy herida! Repara en mi amargura,
un alto en el camino, Señor, dame tu mano;
yo no seré rebelde al dolor de la cura,
¡haz conmigo el oficio del buen samaritano!
¡Si yo quiero seguirte, si sé que blandamente
se hace plata el sendero que repujan tus huellas,
si sé tus suavidades… y qué amorosamente
abrillantas las rutas, regándolas de estrellas!
Pero hay zonas de sombra, que el sol está en la cumbre
y hay que trepar sin tregua por ascendentes vías,
como Tú tienes ¡Cristo! divina reciedumbre,
infúndele a mi espíritu cristianas energías.
Tú sabes como hieren la carne y el oído
la imprecación injusta y el desgarrón certero,
¡y sabes cómo el hombro se curva extremecido
si rebota en las piedras la punta del madero!
¡Cristo! ¡Sangre y heridas!
plantel de los amores,
no mires a mis culpas, mas vuélvete hacia mí,
por la esencia infinita de todos tus dolores
y por la estirpe humana del de Getsemaní!
¡Por la rosa encendida de tu amor y clemencia!
Por la estela gloriosa de las almas en luz.
¡Por el lirio gigante de toda penitencia,
Por la cruz de tu cuerpo y tus llagas en cruz!

¡Señor! Como en tu esencia misericordia eres,
y sé como me buscas, me cercas, y me quieres…
hacia tí me encamino con toda mi aflicción,
que al sentir que me llamas, y escuchar que me nombras
sabré, para adorarte, palpando entre las sombras,
por el rastro de sangre, hallar mi corazón!

                                       Ignacia de Lara

¿Cómo saber si una persona cree de verdad en Dios?

¿Cómo saber si una persona cree de verdad en Dios?

La respuesta puede parecer muy rápida y muy simple: si esa persona vive con el amor y en el amor de Dios. La vida de los santos nos recuerda que si permanecemos en Dios, Dios permanece en nosotros. Pero resulta que las distracciones, las preocupaciones y los problemas de la vida nos pueden distraer del camino. Que siempre en tu vida tenga más fuerza el amor de Dios que las situaciones que te puedan alejar de Él.

También podemos contestar a nuestra pregunta diciendo que una persona cree de verdad en Dios cuando está presente en su vida los frutos del Espíritu Santo, pero ocurre que estos frutos muchas veces no maduran por nuestra inconstancia y nuestra falta de seguridad en el amor de Dios.

Puede ser una buena respuesta que sea una «buena persona», olvidándonos que una persona habitada por Dios no es solo «buena persona» sino también un «buen hijo de Dios»…

Es fácil responder que sea una persona que tiene en cuenta a los demás… También la malicia humana tiene en cuenta a los demás pero una motivación distinta a la que buscamos desde Dios.

Como ven hay varias respuestas que se pueden dar ante nuestra pregunta de hoy, pero no exagero si me quedo con la síntesis de todas las respuestas: una persona está de verdad cerca de Dios cuando es capaz de amar con el mismo amor de Jesús…

Mario Santana Bueno (Miércoles, 4 de noviembre de 2020).

Infoespíritu, nº 18 del año 2020 (Diócesis de Canarias).

Soneto de Otoño

Soneto de Otoño

¡Como se anegan en la lluvia fría
los últimos vestigios del verano!
Qué lentas, limpias muertes, y qué humano
acorde en la gimiente tarde umbría.

Blandamente entregada a la sangría,
como un cuerpo que flota en mar lejano,
se abandona en el seno de lo arcano
dejándonos esta melancolía…

Se van la tarde, la ilusión, el alma.
Traza un anfibio rutilar de luces
el surco de un camino en que la calma

más triste nos acoge en su regazo.
Verdes hojuelas tiemblan en la brisa,
peces de plata en cristalino abrazo.

           José Domingo
de «Visión desesperada» (1953).

Semblanza de San Martín de Porres

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«…que ya solo en amar es mi ejercicio»

Día 9 de diciembre de 1579. Lima. Nació en una casita. Fue bautizado el mismo día en la próxima iglesia de San Sebastián. Calle del Espíritu Santo. Un signo.

Por la humilde vivienda se colige su ambiente social. Casa pequeña de paredes de barro y suelo de tierra. La madre, Ana Velázquez, negra libre, cristiana, relacionada con un caballero español, burgalés, de alta nobleza. Se llama Don Juan de Porres. Estuvo presente al nacimiento del hijo.

Años después, lo llevó a Guayaquil, Ecuador, para darle instrucción con otra hija más pequeña. Tiempo después los devolvió a la madre con ayuda económica para dar oficio a su hijo. Ana Velázquez le hizo barbero-cirujano. El niño hizo en él grandes progresos.

A la vez dio muestras de santidad por su amor al prójimo doliente. Socorría con sus limosnas a cuantos pobres hallaba. Y curaba a cuantos enfermos pobres acudían a él.

Su caridad, avivada por una piedad y devoción nada comunes en sus pocos años, le perfeccionaba cada vez más en su oficio para servir mejor a los necesitados.

Y se disponía con oración, caridad y servicio para la misión a que Dios le destinaba.

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Viví para quien me necesitó

Martín contaba 12 años solamente cuando Fray Juan de la Cruz, el carmelita de Fontiveros, comenzaba a vivir porque moría. Por aquel entonces los papeles del amigo de Santa Teresa no podían abrirse paso fácilmente. Lo que nos hace pensar que Fray Martín, al otro lado del mar, no pudo conocer los versos del Cántico Espiritual. A no ser que algún Hermano Carmelita recién llegado de España se lo hubiera recitado de memoria, o leído en un pergamino escrito de propia mano. A Fray Martín le hubiera gustado escribir algo parecido…¡Qué clara expresión de su sentir!

«Mi alma se ha empleado,
y todo mi caudal, en su servicio;
ya no guardo ganado,
ni ya tengo otro oficio,
que ya sólo en amar es mi ejercicio».

Es curioso. Fray Martín, el hombre de los mil oficios, de todos los quehaceres, el religioso siempre en pie de servicio, puede resumir su actividad plural en esa expresión: «ni ya tengo otro oficio, que ya sólo en amar es mi ejercicio».

Una de las cosas que más llamó la atención de sus hermanos de Comunidad y de cuantos le trataban fue su incansable actividad. Su habilidad y competencia hacían obligada su presencia y participación en todas las labores y encomiendas del Convento. Fray Martín ejerció todos los cargos laborales de ese pequeño pueblo que es una gran Comunidad: enfermero, sacristán, hortelano, cocinero, portero y encargado de la limpieza…

Se ha dado en llamar oficios «humildes» a los trabajos manuales y domésticos; a los trabajos necesarios y elementales. Más aún: se les ha llegado a denominar «trabajos serviles», dando al término no sólo un sentido histórico y de apropiación sino incluso un matiz devaluativo y minusvalente.

La valoración real, sin embargo, es distinta. Jesucristo, María y José arguyeron con su propia vida en favor de estas actividades primarias. Quehaceres domésticos los de la Virgen; trabajo de artesano el de José y el de Jesús.

(Del Almanaque de 2016 del Secretariado de San Martín de Porres, Amigos de Fray Martín).

Semblante espiritual de Fray Martín