Si no nos hacemos sencillos y puros de intenciones, como los niños, no entraremos en el Reino de Dios.
Fray Martín era un hombre abierto, cercano y auténtico. La sencillez de su carácter era fruto de un resultado natural y a su profundo deseo, con convicción, de ser sólo un hombre bueno. Pero detrás de esta modestia del santo mulato se encontraba un trabajo duro, de sacrificio y de un amor sin artificios: sintió con el prójimo doliente, viviendo en la voluntad de Dios y participando de su inagotable Misericordia. Para las almas puras, como la de Martín, que han llegado a la luz de la fe y de la verdad, todo es sencillo y natural. La fe, pues, radica en la respuesta verdadera dada a la Palabra de Dios; no tanto en su erudición. Una respuesta que iba acompañada —como algo innato— de humildad generosa y de una presencia que atrapaba confiadamente en el espacio vital. Así, en ese espacio creaba nuestro querido santo su «propio» lugar de amor del que hacía partícipe a los demás. Gozaba, por tanto, de un alma fervorosa que transmitía paz y alegría allá donde estuviera, y a su vez, encontraba su razón de ser procurando el bien al prójimo.
Es bien cierto que los buenos hijos de Dios no sólo nos ayudan a mejorar sino que además nos cambian la vida. Precisamente en este mundo que compartimos, donde vivimos y convivimos, junto a nuestras familias y en comunidad, es nuestra forma de ser la que puede obrar el cambio en el comportamiento de aquellas personas que nos rodean, y especialmente frente a actitudes poco gratificantes. La expresión humana de la sencillez siempre cala en los buenos corazones, esos mismos donde sempiterna resuena la Palabra del Señor.
A su vez, solícito pero sin nimiedades, deseaba nuestro amigo Martín ser el último porque, libre de cargas mundanas y ambiciones personales, sabía que era el camino seguro para servir a Dios y a los hombres. Y a los ojos del Señor, es la sencillez y humildad de corazón los valores que más aprecia: ambas constituyen ese dulce triunfo sobre nuestros corazones, a menudo tan llenos de soberbia y sentir hipócrita que marcan de manera deleznable muchos actos de nuestras vidas.
«Con dos alas se levanta el hombre de las cosas terrenas, que son sencillez y pureza», dijo Tomás Kempis; y no le faltaba razón, pues la sencillez glorifica y la pureza, además, santifica: como así vivió, de manera permanente en estas cualidades, Fray Martín.
J.J.
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El mulato de Lima sigue su camino, con su sublime humildad, sin sorprenderse de nada de cuanto de extraordinario va ocurriendo a su paso. Todo es natural en él, todo lo lleva a cabo con tal sencillez, con tanta naturalidad, que diríase que éste es el camino obligado de su realización. En su casi ingenuidad infantil, en su innata inocencia, no puede pensar que el camino que sigue sea extraordinario. Nunca pensó que él fuera la causa y el agente de tantas maravillas y prodigios. Porque Fray Martín tuvo conocimiento sobrenatural de los acontecimientos y penetración de las cosas ocultas, poseyó el don de profecía y de la sutileza, siendo capaz de penetrar en lugares cerrados, sin abrir la puerta.
También por voluntad Divina poseyó otros dones asombrosos: el de la ligereza, que le permitía recorrer grandes distancias en un momento, y el de la invisibilidad, cosas ambas que fue capaz de comunicar a otras personas.
Y todo ello, no nos cansaremos de repetirlo, porque su humildad y su gran inocencia no le deja pensar que es capaz de tales prodigios. Tiene una visión infantil de las cosas. No se sorprende, como no se sorprenden los niños de las más extraordinarias maravillas, porque en su espíritu lo creen la cosa más natural del mundo.
Su humildad fue heroica, fundamento de todas las demás virtudes. Su caridad, inagotable, ya que alcanzó incluso a los irracionales. Su paciencia, imperturbable, basada en su gran humildad sin que las censuras e incomprensiones que tuvo que soportar, alterasen su sonrisa. Su obediencia, admirable, ya que murió obedeciendo. El conocimiento que tenía de su propia bajeza le protegía.
Este era Fray Martín de Porres, el mulato de Lima, que realizó los más portentosos milagros con tal naturalidad que diríase que era el camino simple y obligado de su sencilla existencia. Sus actos fueron sumamente sencillos, y la vida que llevó nunca se salió de lo ordinario. Lo extraordinario le llegaba de lo Alto, del supremo Hacedor.
Hábito dominicano,
aumenta tu penitencia,
es extrema tu obediencia,
sufres el insulto humano;
si te alaban, es en vano
que es opuesto a tu humildad.
Oración
Oh, San Martín de Porres, interponed vuestra poderosa intercesión ante el divino Señor y alcanzadnos a cuantos admiramos la sublimidad de vuestras virtudes, el favor de imitaros para que así logremos la dicha de disfrutar de las bendiciones de la gracia. Y en prenda de que son escuchados estos nuestros ruegos, otorgadnos el consuelo de ver remediadas las necesidades que con todo fervor y plena confianza encomendamos a vuestra intercesión. Así sea.
Con cariño, a Fray Martín, santo sencillo y bueno. Para que algún día aprendamos a ser como tú.
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Festividad de San Martín de Porres: Fray Martín, el «enfermero» de almas
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