San Luis Gonzaga, patrono de la juventud

San Luis Gonzaga

Hijo de los marqueses de Castiglione, desde su niñez juntó en grado sumo el candor de la inocencia con la aspereza de la penitencia.  Su castidad fue verdaderamente angélica; su oración, continua y subidísima; su amor a Dios, encendido, como el de un Serafín. Tras fuerte lucha de tres años con su padre, por seguir el llamamiento de la Santísima Virgen, que en Madrid le mandó entrar en la Compañía de Jesús, a los diecisiete años renunció al marquesado e ingresó en el noviciado de Roma. Seis años vivió en la Compañía, y a los veintitrés murió, ejercitando heroicamente la caridad con los enfermos de la peste. La Iglesia reiteradamente lo ha declarado celestial Patrono de la Juventud. (Misal C.)

San Luis Gonzaga, Patrono de la Juventud

La vida santa de Luis es el vuelo más alto que dio el águila de los Gonzagas. Y sin embargo su padre Don Ferrante nunca comprendió que el camino de la renuncia y perfección cristiana fuera el de la verdadera gloria.

Dos notas características distingue la Iglesia en la oración del Santo: su inocencia y su penitencia. La inocencia de San Luis es verdaderamente angelical. Sus grandes pecados llorados con lágrimas amargas toda la vida, fueron unas cuantas palabras bajas que se le pegaron en su vida de campamento y de trato con los soldados, cuando tenía cuatro años, y que él repitió sin darse cuenta. No hubo en él, no digo ya pecados mortales, pero ni aun veniales deliberados o desórdenes conscientes. Sumo empeño en hacer con fervor sus ejercicios de piedad, sumo recato en la vista, hasta el punto de no darse cuenta ni del color del techo que habitaba ni de las personas con quienes trataba.

Su penitencia estuvo al nivel de su angelical inocencia. A los diez años en Florencia tuvo que, someterse a un plan de rigurosa dieta por prescripción facultativa. Cuando terminó el régimen, siguió con la misma parvedad de comida, porque ahora tenía que hacer por su alma, lo que antes había hecho por su cuerpo. Rara vez llegó a tomar un huevo y, si alguna vez lo acababa, le parecía haber comido espléndidamente. Los testigos del proceso convienen en que su comida antes de ser jesuita no pasaba de una onza. Los últimos años que vivió en el mundo hacía que le pesasen la comida, aun los días que no ayunaba. A esto añadía gran número de ayunos, ordinarios y extraordinarios. Además de las vísperas de las fiestas, ayunaba tres veces por  semana: Sábados, Viernes y Miércoles. Tres rebanaditas de pan mojado en agua a medio día y otra pequeña de pan tostado para la noche. En las comidas ordinarias su sistema era no comer de lo que le gustaba y tomar lo que menos le apetecía.

Con azotes hechos por él mismo con los cordeles de atar los perros, se disciplinaba hasta derramar sangre tres veces por semana.

El golpe decisivo con que venció la oposición de su padre a que entrara en la Compañía de Jesús, al cabo de cuatro años de lucha, fue una disciplina que tomó en su cuarto, en la que derramó copiosa sangre. Su padre lo oyó y miró por la mirilla de la cerradura y ya no pudo resistir más, temeroso de que Luis se matase en el palacio, si no le permitía hacerse religioso. A falta de cilicio, se lo procuró con una cinta que él mismo fabricó con estrellitas de las espuelas. La cama misma la convirtió en instrumento de penitencia metiendo debajo de las sábanas astillas de madera.

Penitencia y muy rigurosa, fue el constante dominio de sus sentidos, especialmente la vista. Nunca alzaba los ojos en la calle, tanto que en Madrid, donde estuvo más de dos años, ni en Castiglione, su patria, podía ir solo sin guía.

Un día en Madrid le obligaron asistir á un espectáculo, a una caza de fieras. Contemplaba desde una ventana como los diestros cazadores acosaban a un tigre. En el momento más interesante, Luis baja los ojos. Otro día en Milán, el Duque quiso tener un gran desfile de fuerzas. Luis estaba en sitio principal. Durante el desfile logró no ver nada, cerrando los ojos o mirando a otra parte.

Al principio solían encender fuego en su habitación, durante el invierno. Desde que a los 12 años se resolvió a ser religioso, se negó a admitir este alivio, con el fin, decía de ensayarse en las privaciones de la vida religiosa. Era muy propenso a los sabañones y se le hinchaban y agrietaban las manos. Si alguien le ofrecía algún remedio, lo aceptaba, pero no se lo aplicaba.

Así vivía Luis, con un constante anhelo de mortificarse por Dios. Y todo esto lo hacía viviendo en pleno mundo y en las cortes más regaladas del Renacimiento.

Nace en 1568 en la corte de Castiglione. A los cuatro años revista las tropas en el campamento con su morrión, su coraza, su lanza y su espadín. A los diez años está en la corte de Florencia y consagra su pureza a la Virgen; a los 11 años, el 1579 pasa a la corte de Mantua; de los 14 a los 16 vive en la corte de Madrid, como paje de honor del príncipe D. Diego. A los 16 desembarca en Génova y su padre, para quitarle la idea de hacerse jesuita, le hace viajar por las cortes de Mantua, Ferrara, Parma y Turín.

Vida de banquetes, saraos, desfiles militares, caza, fiestas constantes y Luis vive con la inocencia y austeridad de un eremita del desierto. Y es que el corazón de Luis nunca estuvo en la corte, sino en el cielo; “EI marquesito de Castiglione no es de carne y hueso, como los demás mortales, sino un ángel”, se decía en Madrid.

A los 11 años, extasiaba a los que le miraban puesto en oración. Los criados y su ayo le atisbaban detrás de las puertas y le contemplaban de rodillas con los brazos extendidos o las manos cruzadas sobre el pecho, inmoble como una estatua y llorando delante de un Crucifijo.

El tiempo que le sobraba del estudio, lo daba entero a la oración, al acostarse, al levantarse y al medio día. En Madrid dedicaba varias horas a la meditación. Al acostarse cubierto con la ropa de dormir se quedaba de rodillas en invierno y en verano. Aun antes de hacer la primera comunión a los doce años, rezaba ya el Oficio Parvo y los Salmos penitenciales. Siempre rezaba de rodillas, en el suelo desnudo, sin admitir el cojín que usaban los de su casa. Hasta lograr una hora entera sin distraerse, estuvo siete horas seguidas, empezando a contar cada vez que se distraía La Duquesa de Mantua, decía: «mientras los demás jugaban, él oraba».

La pureza se la tenía bien merecida con esté espíritu de penitencia y oración. Así se explica también su energía de carácter. Un día en Chieri asistió a un baile, con la condición de que no había de bailar. Estando ya en la sala le invitaron a que abriese el baile. Sin decir una palabra, muy serio se salió del salón y se fue a hacer oración.

Más de cuatro años estuvo luchando con su padre por entrar en la Compañía de Jesús. Al fin venció la batalla más difícil de su vida. Tenía 17 años. En Mantua en presencia del Emperador y de muchos nobles, leyó el notario el instrumento de renuncia en favor de Rodolfo. Luego Luis firmó valientemente y dijo a su hermano: «¿Cuál de nosotros, os parece, hermano mío, que está más contento, vos con vuestros estados, o yo con mi pobreza? Tened por cierto que es mayor mi alegría que la vuestra».

Y, abrazando a su hermano, hizo llorar a muchos. Se retiró en seguida. Tomó la sotana que se había preparado de antemano y volvió al público transformado de príncipe, en religioso. Durante el banquete Luis tuvo que hacer de consolador de los muchos que lloraban de emoción.

Seis años no completos vivió en la Compañía de Jesús. Aquí acabó su obra de santificación y logró morir mártir de la caridad en el servicio de los apestados el año 1591. El 21 de Julio del 1604 la madre podía venerar como Beato a su primogénito Luis. Dejó una corona y Dios le dio la de los Santos.

Juan Leal, S.J.

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Nació San Luis, en Castiglione delle Stiviere, Lombardía, el 9 de marzo de 1568. Fue hijo primogénito de D. Ferrante Gonzaga, Príncipe de! Imperio y Marqués de Castiglione; y doña Marta Tana Santena de Chieri, muy principal señora. Desde sus más tiernos años, se mostró inclinado a la piedad, de lo que en gran manera se alegraba su piadosa madre y no mucho su padre, que de mejor gana quería verlo inclinado a la vida militar que él seguía. Con este objeto de aficionarlo a la vida de soldado, lo llevó a Casamayor, donde tendría roce con las armas y ejercicios de la guerra. Era entonces Luis, niño de cuatro a cinco años y tuvo que tratar de pólvora, arcabuces y tiros. Disparando una vez un arcabuz, se quemó la cara y estuvo otra en peligro de perder la vida por atreverse a poner fuego a un tiro pequeño de artillería.

Pero el Señor, que para soldado de una milicia espiritual lo reservaba, lo sacó sin daño de estos peligros. Siendo muy amante, ya desde niño, de la Virgen nuestra Señora, hizo en su honor, voto de castidad, a la edad de 8 años. A los 11 pensó arrojar de sí toda la pompa mundanal de que se veía rodeado y acogerse a la obscuridad tranquila de una orden Religiosa; pero este noble pensamiento encontró delante, grandes obstáculos; con todo, él, fiel al llamamiento de Dios, en medio del bullicio y seducciones de las cortes de los príncipes, dispuso una manera de vida del todo piadosa, mientras sonaba la hora de dejar el mundo.

En 1585 creyó ser ya el momento oportuno para dejar el Estado a su hermano Rodulfo y decidió entrar en la Compañía de Jesús, sirviéndole de guía en esta determinación, unas palabras que leyó en Santo Tomás, acerca de la perfección de la vida activa y contemplativa. Sintiólo por extremo el Marqués su padre, al conocer su decisión, y con mil trazas, durante dos años, pretendió disuadirlo de aquel tan santo propósito. La constancia empero de San Luis, superó toda esta batería, y su padre, rendido, le dio su asentimiento y bendición, con lo cual se marchó para Roma, al Noviciado de San Andrés, donde ingresó el 25 de noviembre de 1585. Tenía 18 años de edad.

Memorables son vías palabras con que saludó aquel sagrado recinto: «Aquí está mi descanso para siempre; aquí habitaré porque éste es el lugar que he escogido». En su noviciado brilló como una antorcha encendida, entre los novicios, por el resplandor de sus virtudes dándose prisa, con grande ánimo, a escalar la cumbre de la perfección. Siguió luego su oculta vida de estudiante jesuita, cuajada toda ella de santas obras, fecunda en méritos a los ojos de Dios, semejante a la callada labor de Jesucristo en Nazareth.

Dos rasgos de este período de su vida, bastarán para poner de relieve su profunda humildad, observancia regular y el nivel de su santidad en general. Enfermó una vez. El médico que lo curaba, comenzó a engrandecer la nobleza de la casa de Gonzaga; él se afligió tanto, que el disgusto le apareció al rostro y esto, a pesar del hábito que había adquirido de no alterarse. Pidióle otra vez, un compañero de aposento, medio pliego de papel; dudó si lo podía dar sin licencia; salió disimuladamente de su aposento y la pidió: tan exacto era en la observancia de su regla.

Pero más altamente que estos ejemplos, nos habla de su santidad, un testimonio que de él dio su confesor, el Cardenal Belarmino; dice: «primeramente, que tiene por cierto que nunca pecó mortalmente; lo segundo, que desde la edad de siete años, en la cual el mismo Hermano decía que se había convertido del mundo a Dios, había vivido vida perfecta; lo tercero, que nunca sintió estímulo de la carne; cuarto, que en la oración y contemplación ordinariamente no había tenido distracciones: quinto, que fue un espejo de obediencia, humildad, mortificación, abstinencia, prudencia y pobreza, y finalmente, una noche, se le representó la gloria de los bienaventurados, con tan excesiva consolación, que habiendo dorado casi toda la noche, le pareció que había durado menos de un cuarto de hora ».

Finalmente selló San Luis, con un acto heroico, el libro de sus buenas obras: Cayó en Roma, en 1591, una gran calamidad en que muchos morían de enfermedades contagiosas. La ardiente caridad de San Luis, lo llevó a los hospitales a servir a los pobres enfermos, llegándose a los más asquerosos y de mayor peligro. El mal se le pegó, y como recibiese de Dios nuestro Señor la revelación del día de su muerte, cantó el «Te Deum Laudamus», y con alegre rostro esperó el dichoso día de su muerte, que acaeció el 21 de junio del año 1591, siendo de 23 años de edad, y habiendo vivido en la Compañía 5 años y 7 meses. Benedicto XIII, lo elevó al honor de los altares, el 31 de diciembre de 1726.

Romualdo Rodríguez. Junio de 1942

San Luis Gonzaga 1

Oración

Oh! San Luis, adornado de angélicas costumbres: yo, indignísimo devoto vuestro, os encomiendo particularmente la pureza de mi alma y la castidad de mi cuerpo. Os ruego que, por vuestra pureza angélica, me encomendéis al Cordero Inmaculado, Jesucristo y a su Santísima Madre, Virgen de vírgenes, guardándome de todo pecado grave. No permitáis que yo manche mi alma con la menor impureza; antes bien, cuando me viereis en la tentación o peligro de pecar, alejad de mi corazón todos los pensamientos y afectos inmundos, y despertad en mi la memoria de la eternidad y de Jesús crucificado. Imprimid altamente en mi corazón un profundo sentimiento de santo temor de Dios, y abrasadme en su divino amor, para que así, siendo imitador vuestro en la tierra, merezca gozar con Vos de Dios eternamente en el Cielo. Amén.

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