Viento de Pentecostés

Viento de Pentecostés

Para el buen marinero no hay mayor felicidad que la de extender las velas un día de buen viento. Es un placer dejarse llevar por aquella maravillosa fuerza del cielo, gracias a la cual se avanza, en poco rato y con menos esfuerzo, mucho más que remando durante horas.

Pero muchos marineros tienen pereza de alzar la vela y manejar el timón… no saben aprovecharse del viento ni dejarse conducir por su fuerza. Y lo mismo ocurre en el plan espiritual. Pentecostés es la fiesta del gran soplo divino que se apodera de los hombres para empujarles mar adentro y darles una vida que valga la pena de ser vivida.

Pero la mayoría de los hombres se comportan como unos pobres remeros que sólo confían en sus propias fuerzas. Reman penosamente, y muchas veces sin rumbo… en vez de alzar su vela y abandonarse a la fuerza del Espíritu divino.

El viento de Pentecostés es un soplo primaveral, cuya impetuosidad lo transforma todo, cuya constancia y dulzura trabajan sin descanso en renovar la faz de la tierra. A los que saben alzar las velas de la confianza les arranca de sus egoísmos para llevarles siempre más lejos por los caminos de la Verdad y del Amor.

El viento de Pentecostés que dio nacimiento a la Iglesia continúa soplando por los siglos de los siglos, empujándonos a todos en el camino del apostolado, como entonces empujó a los Doce a la conquista del mundo para Cristo. Mientras haya almas alejadas de Dios en cualquier parte del mundo, mientras no haya un solo rebaño y un solo pastor, la misión apostólica no tendrá fin, y todos estamos llamados a esta misión.

Así lo dispuso Cristo el día de su Ascensión: «recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea y Samaria y hasta las extremidades de la tierra».

El Espíritu Santo, soplo divino de inteligencia y sabiduría, de fuerza y consejo, de ciencia, piedad y santo temor, es la realización de la gran promesa que hizo Cristo a los hombres al volver hacia el Padre Eterno.

El Espíritu Santo, don de Dios en el día de Pentecostés, se queda en la Iglesia hasta la consumación de los siglos, para acabar en ella, por ella y con ella (lo que significa en nosotros, para nosotros y con nosotros) la misión evangélica de Cristo.

Revista Betania (Rama de mujeres de Acción Católica), 1 de junio de 1952.

Fuente Jable ULPGC.