El divino dolor
He visto arrodillada al pie de un Cristo,
cubierta con un misero pañuelo,
y hechos fuentes de lágrimas sus ojos,
a una mujer del pueblo.
Inclinaba su frente,
y encorvaba su cuerpo,
y un quejido continuo y doloroso
lanzaba involuntaria de su pecho.
¡Que triste parecía
el divino madero,
ante el cual la ferviente mujercita
exhalaba gemidos lastimeros!
Mucho más triste y frío
que cuando solitario lo contemplo
sin almas que le recen,
ni le pidan alivio a sus tormentos.
Pero ese día estaba
el magnífico templo
rebosante de damas linajudas
cuajadas de aderezos,
que pasaban altivas, desdeñosas,
y mirando con aires de desprecio,
a la pobre que allí desentonaba,
envuelta por humilde traje viejo.
Más tarde vi en desfile,
por las calles del pueblo,
el cuadro silencioso y dolorido
de la Virgen detrás de su Hijo muerto.
Pesado estaba el día,
y encapotado el cielo,
ardían unos cirios
con suave crepitar y parpadeo,
y despacio la música marchaba
tocando notas de dolor inmenso.
Y aquellas ricas damas
que antes viera en el templo,
en tomo de Jesús y de María
lacrimosas y tristes van gimiendo.
Y entonces el doliente
semblante de la Madre sin consuelo,
me parece que cambia, y acrecienta
su amargura un pesar muy hondo y nuevo,
y que Cristo, pendiente
del divino madero,
hace un gesto piadoso,
vibrante de perdón, mirando al Cielo…
José Alvárez González. Tenerife (1926).
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