Martín de Porres: un corazón abierto al Corazón (y II)

Blanca Chávarri (1966)

Martín de Porres: un corazón abierto al Corazón (continua)

Jesús, la noche antes de morir en la cruz, y a sabiendas de que estaba a punto de ser traicionado, no arengó a sus discípulos para atacar al enemigo. No. Él se reunió alrededor de una mesa con todos ellos, en esa santa noche dedicada a recordar el Éxodo del pueblo de Dios de la esclavitud de Egipto, y compartieron una cena. Pero no fue sólo una comida. Él entregó -con este acto- su vida entera por ellos y por nosotros. Todo: el Cuerpo y la Sangre. Él eligió amar a todos, incluso a sus enemigos, en lugar de hacer daño al otro. ¿Nos atrevemos a unirnos a Jesús y a Martín en la construcción de un nuevo mundo, en un gozoso acto de bondad conjunta?

Amigo de todos

Martín amaba a su prójimo, pero también cuidaba a los animales, a la tierra y a las plantas, pues era un enamorado de la creación divina. Durante años desempeñó en el convento dominicano no sólo el oficio de enfermero, sino también el de portero -era el hermano encargado de abrir la puerta-. Fue en la portería donde estaba en constante contacto con el mundo, con sus problemas, sus sufrimientos y sus alegrías. Martín siempre andaba metido en «problemas» con el prior de la comunidad porque traía a personas enfermas o esclavos heridos, o incluso algún perro callejero, al propio convento. El prior, tajante, tuvo que prohibírselo llegado a este punto: «¡Prohibidos los perros enfermos en este convento! ¡Esto no es una perrera! «¿Y qué hizo Martín al respecto? Llevó a su colonia de perros callejeros a la casa de su hermana, pues era preferible darles lecciones sobre cómo «buscar su sustento» fuera del convento…y de la cocina!

Un día, Martín, invitó a su amigo Juan a unirse con él a una excursión a las montañas fuera de Lima. Mientras caminaban, Martín cortó una rama de una higuera y se la llevó a la cima de una colina, donde cavó un hoyo y la plantó. Dos semanas más tarde, él y Juan regresaron al lugar. «Padre», comentó Juan, «la higuera que plantó dieciocho días atrás ya está en ciernes», a la que Martín respondió: «Gracias a Dios, dentro de dos o tres años dará frutos para los pobres que pasen por esta vía. Para Martín la tierra era el extraordinario jardín de Dios. Pertenecía a todos -incluso al ganado-, pero especialmente a los pobres.

Tabla de Dios de la Abundancia

Existe otra historia maravillosa -bien conocida- sobre la amistad de Martín con los animales, aunque en mi opinión, rara vez se entiende completamente. A menudo, vemos como esta historia se muestra en imágenes acerca de la vida San Martín. Esta es la historia, contada por el hermano dominico que fue testigo:

Un día entraba en una habitación -cerca de la cocina- y contemplé una extraña visión. A los pies de Martín se encontraban un perro y un gato comiendo tranquilamente en el mismo tazón de sopa. De repente, un pequeño ratón asomó la cabeza por un agujero en la pared. Martín, sin vacilar, se refirió al ratón, «No tengas miedo por nada. Si tienes hambre ven a comer con los demás». El ratón vaciló, pero luego corrió hacia el plato de sopa de la que el perro y el gato comían. Viendo todo esto no pude hablar. Allí, delante de mis ojos, a los pies del mulato Fray Martín, un perro, un gato y un ratón estaban comiendo del mismo plato; enemigos naturales comían pacíficamente lado a lado.

Con demasiada frecuencia, la gente simplemente dice: «¡Oh, qué linda historia!». A veces pensamos que la vida de los santos son cuentos de hadas y decimos: «¡Oh, qué santo lindo … ¡Oh, mira!, ¡qué hermoso es San Martín de Porres flotando alrededor del priorato con una escoba en la mano!». Y ahí nos quedamos, en lo superficial. Pero, ¿no será que tenemos miedo de profundizar demasiado en estas historias porque entonces tendríamos que hacer cambios fundamentales en nuestras propias vidas? Me gustaría citar un pasaje del Evangelio de Mateo, que espero nos ayude a entender este relato importante de la vida de San Martín de Porres:

Partiendo de allí, Jesús se retiró a la región de Tiro y Sidón. Una mujer cananea de las inmediaciones salió a su encuentro, gritando: ‘¡Señor, Hijo de David, ten compasión de mí! Mi hija sufre terriblemente por estar endemoniada’. Jesús no le respondió palabra. Así que sus discípulos se acercaron a él y le rogaron: ‘Despídela, pues da voces tras nosotros’. El respondiendo, dijo: «No fui enviado sino a las ovejas perdidas del pueblo de Israel’, contestó Jesús. La mujer se acercó y, arrodillándose delante de él, le suplicó: ‘¡Señor, ayúdame!’ Él le respondió: ‘No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perros’. ‘Sí, Señor; pero hasta los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus amos’. ‘¡Mujer, qué grande es tu fe!’, contestó Jesús. ‘Que se cumpla lo que quieres’. Y desde ese mismo momento quedó sana su hija. (Mt.15 :21-28).

Este pasaje del evangelio es de vital importancia si queremos entender la vida de Jesús y su mensaje. Jesús vivió en una cultura y una religión que consideraba a los gentiles como una raza inferior, casi como enemigos -no muy diferente a cómo los españoles veían a los indios y los africanos en el Perú que vivió Martín-.

El gran milagro de esta historia es que Jesús tiene por fin principal «partir el pan» con la mujer cananea y su hija, reconociendo su gran fe. Pero aún más importante: que derriba los muros religiosos que excluyen y dividen el mundo en buenos y malos, santos y pecadores. Por desgracia, nuestros políticos -y a veces, incluso, los líderes religiosos- siguen construyendo estos muros de división en nuestros días. Mira el muro que corre a lo largo de nuestra frontera sur con México. Mira la lista de personas que no son dignas de recibir la comunión durante la misa en nuestras propias iglesias.

Jesús, no sólo sanó a la hija que se encontraba atormentada por el demonio, sino que sanó la división religiosa que los separaba. Extendió la mano y ofreció a la mujer cananea y su hija el don de su amor incondicional. Se dio cuenta de que negar a esta mujer pagana y a su hija el regalo de su compasión, era en realidad ser infiel a su vocación como Hijo amado de Dios. Entonces, ¿qué hizo? Las invitó a sentarse con él en la mesa en presencia del amor de Dios.

«¿Por qué vuestro maestro come con los recaudadores de impuestos y con los pecadores?» (Mt. 9:11), preguntan los fariseos a los discípulos de Jesús. Para Jesús, no fue un problema en absoluto, porque era el amor -no la pureza- el principio rector de su ministerio.

Toda la vida de Martín era dar la bienvenida a los más necesitados a la mesa de Dios. Ya sea que se tratara de un enfermo, un esclavo africano, o incluso un perro herido; para Martín el tema era Dios y el Reino de Dios. Martín entiende que la casa de Dios es un hogar para todos. Así que cuando él dio la bienvenida al perro, al gato y al ratón para comer en el mismo tazón, en realidad nos estaba enseñando algo sobre el Reino de Dios, sobre el amor expansivo del corazón de Dios. Martín -como Jesús- había abierto un espacio dentro de su corazón a los marginados y a los más humildes para partir el pan juntos.

Esto no es un cuento para niños. Es el evangelio puro y simple, una historia de amor incondicional en la mesa de Dios.

Lo que hizo Jesús con la mujer cananea, y lo que Martín hizo con el ratón fue abrir sus corazones y ofrecer hospitalidad, simple y llanamente: «Porque tuve hambre, y me disteis de comertuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis» (Mt 25:35). Dorothy Day, fundadora del movimiento del Trabajador Católico en los EE.UU., dijo que ofrecer hospitalidad a los pobres «no porque ellos podrían ser Cristo… sino porque son Cristo». Tal vez la pregunta que debemos plantearnos a nosotros mismos todos los días -tanto en nuestra sociedad como en nuestras iglesias- es: «¿Quién falta en nuestra mesa hoy?»

Me gustaría terminar con la historia de mi propia vida y ministerio.

Hace varios años conocí a un hombre de mediana edad que se estaba muriendo de SIDA. Lo conocí en un hospicio católico para los moribundos – en su mayoría gente sin hogar – que estaban enfermos de VIH-SIDA. Había vivido en las calles durante muchos años sucio, hambriento, roto y solo. En el hospicio se le dio un baño, una cama limpia, comida y buena atención. Él había sido un católico practicante en su juventud, pero su vida había tomado un giro inesperado y trágico, y se había desviado de la fe.

Un segundo o tercer día después de llegar al hospicio, el hombre se levantó con la fuerza necesaria, y con gran esfuerzo se dirigió a la capilla para oír la misa. Hacía muchos años que no había estado dentro de una iglesia, pero de repente, después de mucho tiempo, quería ver a Dios de nuevo. Entró en la capilla en el momento en que comenzaba la homilía. Escuchó con atención, y como yo sabía que era su primera vez en la capilla lo miraba de vez en cuando durante mi predicación. Pude ver una nueva paz en su rostro, y me dio mucha alegría ver que se sintiera como en la casa de Dios, a salvo de las violentas calles por primera vez en muchos años.

Llegó el momento de la comunión, y con su bastón en la mano, y con gran esfuerzo, se puso en línea para recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Era bastante alto, y mientras se abría paso lentamente a la comunión me miró a la cara un par de veces; tenía la cara del hijo pródigo, corriendo hacia los brazos abiertos de su amado padre. Casi había llegado a donde yo estaba distribuyendo la comunión cuando uno de los voluntarios de cuidados paliativos lo agarró y lo apartó de la fila diciéndole que no estaba preparado para recibir al Señor, que tenía que ir a la confesión antes de que puede recibir la eucaristía. Se sentó, con la cara llena de confusión y tristeza.

Después de la misa le pregunté al trabajador que lo había retirado de la fila de la comunión: «¿Antes de que usted hiciera un juicio temerario en cuanto a su vida moral, se te ha ocurrido mirarlo a la cara? ¿No has visto el rostro radiante de un hombre que, después de mucho tiempo fuera de su casa, estaba haciendo el camino de regreso a los brazos amorosos y misericordiosos de Dios? «

Tenía la esperanza de tocar y experimentar el amor de Dios después de muchos años de vagar lejos de casa. Al día siguiente lo visité en su lecho. Me contó los retazos de una vida trágica, y que se encontraba arrepentido de haberse alejado de Dios durante tantos años. Le recordé el gran amor de Dios y le dí la sagrada comunión. Al día siguiente murió.

Cuando me acuerdo de la radiante luz del rostro de este hombre -tan hambriento de amor de Dios- las palabras de San Martín hacia el ratón vienen a mi mente.

«No tengas miedo de nada. Si tienes hambre ven a comer con los demás».

Texto adaptado por fraymartinblog.wordpress.com

Tomado de dominicanvocations.com

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Martín de Porres: un corazón abierto al Corazón (I)

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