El sentido de la Cruz
Al dolor, a la experiencia de la enfermedad debe la humanidad grandes cosas; paciencia y fortaleza de espíritu, don de consejo y discreción, comprensión y delicadeza con los demás. En el dolor se forjaron muchas de las grandes obras que hoy son orgullo del patrimonio humano. Sin él —sin la sordera y el abandono de los amigos— no habría recorrido Beethoven el camino que le llevó a las cumbres de la novena sinfonía.
Pero aún valoradas todas las aportaciones del sufrimiento al tesoro de la humanidad, éste no tiene sentido sin la trascendencia, sino está en función de otros valores a los que se subordina y dirige. “Se puede olvidar a Dios en los días felices, pero cuando el infortunio llega, siempre es preciso volver a Dios”, escribió Alejandro Dumas… Pero creemos en un Dios providente «que abarca de un cabo a otro todas las cosas y las ordena con suavidad» (Sab. VIII, 1). Su providencia lo abarca todo. Nuestros mismos cabellos, uno a uno, están contados por la mirada providente de Dios (Mt. X, 30).
“El problema del mal, es indudablemente, el más complejo y de más difícil solución que la filosofía puede plantearse” (Zaragüeta en su discurso inaugural de la «segunda semana española de Filosfía»). Difícil, complejo e inabordable, “porque, ¿quién de los hombres podrá saber los consejos de Dios? ¿O quién podrá averiguar qué es lo que Dios quiere?” (Sab. IC, 13). No nos jactamos de resolver satisfactoriamente el problema, pero creemos iluminarlo suficientemente a la luz de la razón y de la fe. No pretendemos abarcar las zonas del misterio, pero encontramos sentido al dolor a la luz de la eternidad y de la redención.
El hombre no es un ser absurdo, abandonado, «lanzado a la muerte». Tiene una destinación, una finalidad eterna preparada por la mano amorosa de Dios. Así lo ven los ojos de aquel que encuentra un sentido y una trascendencia a su morada terrena.
Gandhi, poco después de su frustrado intento de asesinato en Sudáfrica hizo honor a su apelación de Mahatma (Grande alma). “La muerte es el término de toda vida. Morir por la mano de un hermano… no es para mi motivo de angustia. Aún en este caso estaré libre de todo pensamiento de ira u odio contra mi atacante: pues será para mi bien eterno”.
«Non habemus hic manentem civitatem», escribía San Pablo. El término que da sentido a este valle de lágrimas es la ciudad eterna de la gloria. Pero para el cristiano tiene el dolor un sentido más íntimo y hondo, más dulce y atractivo que para el creyente en general. Para el cristiano el dolor es la cruz, la imitación de su modelo Cristo, además del camino para llegar a la vida.
El coger la cruz es seguir al amable Jesús. “Quien quisiere venir en pos de mí, niegúese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. La cruz de Cristo, abrazada alegremente como San Andrés, se transforma en la mayor de las felicidades.
No es la felicidad del «nirvana» búdico. No es tampoco esa felicidad estoica —si se merece este nombre— que consiste en la aniquilación, en la muerte de todo deseo. Es el abrazar en la cruz a Cristo Crucificado, doliente y palpitante de amor: es la «locura de la cruz» de que hablan los santos.
El cristianismo es lucha, es agonía en el sentido inamuniano y etimológico de la palabra. Es combate e imitación de esos Cristos españoles angustiados, dolorosos, obra del Renacimiento español, que ha visto don Miguel en las iglesias de Salamanca y Valladolid.
“No penséis que vine a traer la paz sino la guerra” (Mit. X, 34). “Mi reino no es de este mundo” (Io. XVIIl, 36). “Quien quisiere salvar su vida la perderá…”. Cristo desclava uno de sus brazos y abraza al que coge de gana la cruz. “Estoy rebosante de alegría en mis tribulaciones”, escribía San Pablo. Y Santa Teresa: “O padecer o morir”.
Esta es la «locura de la cruz» en los santos. Ha transformado en felicidad lo que es terror y pánico para el incrédulo y el ateo. Ha mirado fijamente a los ojos de la medusa y en lugar de morir, la ha matado.
En «Job, el Predestinado», Enrique Bauman dice: “El sufrimiento es como la Medusa. Si la mirase en los ojos me convertiría en Piedra. —Porque tienes miedo; si tú la miraras hasta el fondo de sus pupilas, verías reflejado un rostro divino”.
I. Aguirre Gandarias, S.J. (Bilbao, 1959).
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