A la Virgen de la Soledad

A la Virgen de la Soledad

Señora:
como una primavera de puñales
miro tu corazón que parpadea
al pie del árbol sangre.
Tu soledad sin horizonte alcanza
la original potencia elemental,
y el pálido perfil que perece en tu manto
me seca la garganta con el llanto olvidado
en la mitad del desierto.
Sin una lágrima, sin un sollozo, sin una sombra
tu rostro hecho de espinas y de clavos
me mira al pie de tus pies apagados.
Soy un poco de tierra amoratada
que azotó el huracán de caballos desnudos.
Soy un poco de nada puesto al servicio de la noche
para que se consuman los jaguares
de mis fuegos antiguos.
Soy lo que pudo ser un mediodía nublado
lleno de pájaros muertos.
Soy el eco de tu soledad, Señora,
Reina de reinas de las soledades.
Yo te acompaño en este no decir nada.
Yo te acompaño en esta sangre santa.
Yo te acompaño en este fruto quieto.
Yo te acompaño allá muy hondo
en tu virginal sabiduría.
El cielo tiene la hora de un reloj descompuesto.
Las piedras son como sílabas dispersas.
La soledad sin fin es como un cuello
lleno de collares estrangulados.
Yo no tengo en las manos nada,
ni siquiera tengo mis manos en las manos,
ésas, todas manzanas y peras,
esas pequeñas bestias del tacto.
Estamos solos en medio del mundo,
divinamente misterioso y terrible,
Reina de reinas de las soledades.
Yo soy el perro hambriento que agusanó la noche,
huérfano y prodigioso, todo nadie y estrellas,
seco de sed y harapo oculto de ladridos
en el hueco de algo que no sabré decirte
si está en mí, en los demás o en algo
que, si existe, no existe sino en tus ojos vírgenes.

Carlos Pellicer

Soledad en la Cruz

Soledad en la Cruz

Abandonado de tu Dios y Padre,
que con sus manos recogió tu espíritu,
te alzas en ese tronco congojoso
de soledad, sobre la escueta cumbre
del teso de la calavera, encima
del bosque de almas muertas que esperaban
tu muerte, que es su vida. ¡Duro trono
de soledad! Tú, solo, abandonado
de Dios y de los hombres y los ángeles,
eslabón entre cielo y tierra, mueres,
¡oh León de Judá, Rey del desierto
y de la soledad! Las soledades
hinches del alma, y haces de los hombres
solitarios un hombre; Tú nos juntas,
y a tu soplo las almas van rodando
en una misma ola. Pues moriste,
Cristo Jesús, para juntar en uno
a los hijos de Dios que andan dispersos,
sólo un rebaño bajo de un pastor.

Miguel de Unamuno

Soneto a Cristo

Soneto a Cristo

I

No te entiendo, Señor, cuando te miro
frente al mar, ante el mar crucificado.
Solos el mar y tú. Tú en cruz anclado,
dando a la mar el último suspiro.
No sé si entiendo lo que más admiro:
que cante el mar estando Dios callado;
que brote el agua, muda, a su costado,
tras el morir, de herida sin respiro.
O el mar o tú me engañan, al mirarte
entre dos soledades, a la espera
de un mar de sed, que es sed de mar perdido.
¿Me engañas tú o el mar, al contemplarte
ancla celeste en tierra marinera,
mortal memoria ante inmortal olvido?

II

Ven ya, madre de monstruos y quimeras,
paridora de música radiante,
ven a cantarle al Hombre agonizante
tus mágicas palabras verdaderas.
Rompe a tus pies tus olas altaneras
deshechas en murmullo suspirante.
De la nube sin agua, al desbordante
trueno de voz, enciende tus banderas.
Relampaguea, de tormenta suma,
la faz divinamente atormentada
del Hijo a tus entrañas evadido.
Pulsa la cruz con dedos de tu espuma.
Y mece por el sueño acariciada,
la muerte de tu Dios recién nacido.

III

No se mueven de Dios para anegarte
las aguas por sus manos esparcidas;
ni se hace lengua el mar en tus heridas
lamiéndolas del sal para callarte.
Llega hasta ti la mar, a suplicarte,
madre de madres por tu afán transidas,
que ancles en tus entrañas doloridas
la misteriosa voz con que engendrarte.
No hagas tu cruz espada en carne muerta;
mástil en tierra y sequedad hundido;
árbol en cielo y nubes arraigado.
Madre tuya es la mar: sola, desierta.
Mírala tú que callas, tú caído.
Y entrégale tu grito arrebatado.

José Bergamín

Oración final

Oración final

No tengo más que un gesto; ya lo has visto.
Un gesto que no llega ni a postura.
No me queda ya más de esta aventura
que corro cuando pienso o cuando existo.

Alguna vez vendrás. Por eso insisto,
seca mi terquedad, casi locura:
sólo me queda un gesto, en esta oscura
conciencia que aún confía en lo imprevisto.

Porque es cierta tu vuelta, me apresuro
a decírtelo claro. Y es seguro
que tú, como señor, no escuchas nada.

Cuando llegues, aquí estaré: impasible.
Sólo me queda un gesto y es posible
que me lo rompas de una bofetada.

Rafael Guillén