Ella y la Flor

Ella y la Flor

«Apareció en el cielo una señal grande: una mujer envuelta en el Sol, con la Luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza, una corona de doce estrellas» (Apocalipsis, XII, 1). Sin duda alguna. Es Ella, y no otra, afírmanlo categóricamente los intérpretes. Tampoco es necesario poseer especial perspicacia para comprenderlo ya a primera vista.

Las doce estrellas de la corona pueden significar—aunque no lo asevere nadie—los doce meses del año. Con la plenitud simbólica del número doce, sintetizando toda la naturaleza creada. Orlando las sienes de María, la Reina. La que logró—por la magia sobrenatural de su Hijo—hacer de una naturaleza hundida otra resurgida: «Populum electum, regale sacerdotium…». Una auténtica naturaleza regia.

No ha de extrañar, pues, que cuando esa naturaleza se sienta más majestuosamente regia vuelva los ojos a Ella. Con alegría incontenible. Ocurre en mayo. El mes que, entre las doce estrellas de la corona, sobresale en fulgor. El mes que la Iglesia quiso consagrar con un marianismo especial. Colocando a María en dosel de flores.

La flor tiene amores con María. Máxime la flor de mayo. La flor es delicada, como una criatura nacida sin pecado, pudor virgíneo, labios puros de la tierra, brindando amor inocente, música, trompeta de anunciación, paloma mensajera… Todo eso es la flor. La virgen de la naturaleza vegetal. Como la Virgen de la Humanidad, la flor de los campos espirituales, es María.

La flor de mayo está más palpitante de vida que ninguna otra. Tiene toda la primorosa fuerza de la primavera. Aurora de vida. Víspera encendida de granado estilo. Rosetón de góticas catedrales.

Entre esas flores de mayo vive Ella, palpita Ella. Como quien jugara con sus amigas. Compañeras, colegialas del mismo Colegio. Bajo la arcadas de una mística Rosaleda. La Fuente—Cristo—, en el centro, mantiene el frescor ambiental. Y la Vida.

De hinojos, desde la ladera nuestra, con flores de nuestros humildes muertos, saludémosla. El corazón, maceta de la flor de mayo, altar de María. En los labios:

«Venid y vamos todos
con flores a porfía;
con flores a María,
que Madre nuestra es».

Fray Elías Gómez, Mercedario. Revista La Merced, mayo de 1959 (nº 122).

* * *

Flor de las flores

Flor de cinco pétalos,
la Virgen María;
como la violeta
o la campanilla.

Su nombre perfuma
mundos de alegría;
el nardo, su aroma,
por Ella destila.

Dios, con cinco flores,
su nombre escribía,
bajo los luceros:
Margarita linda.

Azucena pura,
Rosa sin espinas,
Izote florido,
Amapola herida.

Reina de las flores
ha sido elegida,
cuando flor de Arcángel
dijo: «Ave María».

Huerto de su seno
maduró caricias:
¡en su Primavera
maduró la Vida!

¡Qué es Virgen, sí, madre,
la Virgen María!
Fruto de su otoño
flores no marchita.

               MÁSER

A la Vera Cruz (tríptico)

A la Vera Cruz (tríptico)

I

Escrito fue en el cielo tu existencia
a aquel que de tu amor nunca supiera.
Y en medio del fragor, Cruz verdadera,
te alzaste como altar de la conciencia.

Y fuiste desde entonces plena audiencia
a todo pecador que te inquiriera.
Y fuiste, Cruz de amor, aura cimera
capaz de perdonar toda inclemencia.

Crecidos a tu sombra redentora,
gustamos el manjar de nuestra vida.
Sabiendo que algún día, a cualquier hora,

sin pausa emprenderemos la partida,
al seno ya infinito de la aurora
que emana de tu dicha compartida.

II

Al símbolo de amor que nos tutela
le llueven primaveras de alegría
que visten de floral alegoría
los brazos que su cuerpo nos desvela.

Rendidas a sus pies dejan su estela
las manos que conforman la armonía
y tejen con sublime maestría
el lábaro floral, que nos revela

el culto inmemorial a la verdad
del Hijo de Dios Padre ajusticiado
por culpa de la torpe humanidad.

La Cruz es redentora del pecado
y en ella descubrimos la bondad
que emana de un perdón, ya perdonado.

III

Por vestir a tu Cruz yo me desvelo
buscando lo mejor entre las flores,
son mayos que reviven los amores
que diste sin medida al propio anhelo.

Labrando estoy tu Cruz, que desde el suelo
se erige cual estrella de fulgores
y en ella van clavados los errores
de un torpe pecador que implora al cielo.

Ungido de perdón yo fui signado
y en ínfimo Jordán inmerso en luz.
En él fui, mi Señor, iluminado,

vestido con el cándido capuz,
que nace del encuentro afortunado
contigo y con tu Santa Vera Cruz.

Juan Carlos Monteverde García
(«Teselas», 2016)

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El sentido de la Cruz