San Vicente de Paúl y Santa Luisa de Marillac, dos héroes de la Caridad

San Vicente de Paúl y Santa Luisa de Marillac

San Vicente y Santa Luisa de Marillac, dos heróes de la Caridad

Alguien se atrevió a decir que la caridad tiene un nombre divino con dos apellidos humanos. El nombre divino es Dios, porque Dios es caridad. Los dos apellidos humanos son: San Vicente de Paúl y Santa Luisa de Marillac. La frase, aunque a primera vista parezca atrevida, tiene, sin embargo, un fondo de realidad. El nombre y los apellidos de una determinada persona, aunque entre sí sean diferentes, son, sin embargo, dos signos de equivalencia, son como dos símbolos de una misma realidad, y aunque el nombre sea primero y los apellidos después, uno y otros nos conducen al recuerdo de la misma idea por que son dos caminos que se dirigen al mismo fin. Dios es caridad, dice San Juan, y quien permanece en caridad se identifica con Dios. Y con Dios se identificaron estos dos gloriosos santos cuyo lema fue siempre la práctica de la caridad. San Vicente y Santa Luisa fueron dos vidas paralelas que persiguieron siempre el mismo ideal. Por eso parecen dos flores que exhalan las mismas fragancias. Por eso sus propios nombres personifican y simbolizan la misma virtud de la caridad y son dos apellidos sinónimos que reclaman para sí aquella virtud real que es sinónimo de Dios.

San Vicente y Santa Luisa fueron como las dos manos de una misma persona, que a impulso de un mismo amor, acometen y realizan una misma empresa. Esa empresa fue la empresa de la caridad y el amor que la inspiró fue un amor del todo divino, es decir, aquel amor que en lenguaje teológico se llama Espíritu Santo. Existe un amor pagano, que obra sólo por motivos humano-naturales. Ese amor ni es divino ni es cristiano, porque prescinde de Dios, porque no obra por Dios. Ese amor no es caridad. Pecado sería colgárselo a Dios como apellido, pues tal apellido sólo tendría el injurioso sentido de un apodo. Ese no fue el amor con que amaron estos nuestros dos santos. Ellos bebieron la caridad en Dios mismo. Por Dios hicieron todo cuanto hicieron y en Dios se inspiraron para todas sus empresas, y Dios les dio su propio amor y su propia inspiración y por eso ellos fueron dos genios y todas sus obras fueron geniales y aun nos atrevemos a decir que fueron auténticas obras de Dios.

Ellos fueron, pues, digámoslo sin rodeos, las dos llamas divinas con que Dios reavivó el amor entre los hombres; ellos las dos manos de la Providencia que fajaron al mundo y lo envolvieron y arroparon con el manto de seda de la caridad. Por eso, el mundo entero, consciente de estos beneficios, los ha mirado siempre como la silueta de Dios y los ha aclamado, alabado y bendecido como aclama y alaba y bendice al mismo Dios.

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San Vicente y Santa Luisa (una misma pasión por los pobres)

El Buen Pastor (Domingo del Buen Pastor, IV Domingo de Pascua)

EL BUEN PASTOR

Si nuestra vida fuese inocente y pura y si sufriéramos con resignación lo mismo los contratiempos que las injurias e hiciéramos que las dentelladas del maligno se embolaran en el blando y suave vellón de la verdadera mansedumbre; probaríamos al mundo que realmente pertenecemos al rebaño de Jesucristo y mereceríamos más con la victoria sobre nosotros mismos que los esforzados guerreros en la conquista de fortísimas ciudades, según expresión de la Sagrada Escritura.

Nuestro Divino Salvador y Buen Pastor nos enseña a que mientras tengamos tiempo, procuremos imprimir en nuestras almas ideas buenas, tomadas ya de un libro piadoso, ya de un elocuente sermón, ya de los labios de prudente director, ya de las enseñanzas de sabio preceptor, ya de los ejemplos que vemos; ideas y pensamientos que luego meditaremos y combinaremos y haremos nuestros en el descanso, en la soledad, en el sosiego de nuestro oratorio y de los templos para reducirlos a la práctica cuando llegue la ocasión y el feliz momento en que llamados por Dios, seamos reconocidos cual imágenes y copias más o menos aproximadas de su Divino Hijo Jesucristo.

el-buen-pastor-iY hemos de tener muy presente que así como el pastor conoce sus ovejas, sabe cuántas tiene; cuales son las fuertes y cuales son las débiles; Jesucristo nos conoce muy bien, porque como Dios es sapientísimo y no se le ocultan ni nuestras necesidades, ni nuestras miserias, ni nuestras virtudes, ni aun los más recónditos pensamientos, viendo además todo lo que nos hace falta para el cuerpo y para el alma, para la vida presente y para la vida futura.

¿Y qué hemos de hacer nosotros para conocerá nuestro Divino Pastor? Acercarnos a Él y seguir sus máximas y oír su voz, indicada por sus representantes en la tierra, y hacerlo posible por no salir de los caminos que nos traza, para no ser presa del infernal enemigo que no duerme y acecha el funesto instante en que nos separemos del rebaño para devorarnos.

Y si alguna vez nos extraviamos como acontece con las ovejas entretenidas con el grato placer de abundante pasto, ¿qué hemos de hacer entonces? ¡Ah!, entonces debemos acudir presurosos al llamamiento amoroso de nuestro Buen Pastor que nos recuerda el cumplimiento de nuestros sagrados deberes por medio de persuasivas exhortaciones de los Párrocos, al explicarnos el Santo Evangelio y el de los incesantes gritos de alarma de los Prelados, centinelas avanzados de la casa del Señor. Y si el pastor ama las ovejas y procura su bienestar, y las ovejas siguen al pastor y le regalan con su sabrosa leche amándonos como tanto nos ama Jesucristo y habiendo muerto afrentosamente en una cruz por nuestro bien; nosotros estamos obligados a tomar la cruz, obedecerle, amarle y entregarnos por completo a su santísimo servicio.

Francisco Jiménez Marco. La Coruña, 1897.

Oración del Buen Pastor

Mi Señor, mi Buen Pastor, Hijo del Padre, fuente de luz, tormenta de fe, que vienes a sacudir nuestra dormida esperanza, que nos envías a Tu Madre para enamorar nuestros fríos corazones, que luchas con amor para conquistar los espíritus inquietos por las angustias del mundo.

Óyenos Señor, escucha a tus hermanos aquí, juntos queremos seguirte, donde Tú quieras que nuestros pasos se dirijan.

Nuestros corazones quieren pertenecerte, por siempre.

Nuestras almas sedientas de Tu luz solo quieren verte sonreír junto a Tu Madre.

Envíanos Tus Angeles y Tus Santos, consuélanos con su presencia celestial.

Danos el consuelo infinito de saber que Tu Misericordia ve con ojos agradables nuestro arrepentimiento por tanto error cometido.

No permitas que bajemos nuestras defensas contra el maligno y sus tentaciones.

Haznos fuertes, Señor, haznos fuertes en la entrega a Vos, nuestro Dios.

Haznos pequeños y dóciles para que dejemos actuar a Tu Santo Espíritu en nosotros, para que Tú te hagas cargo de nuestra vida.

Haznos confiados corderos de Tu rebaño, Señor, danos el abrazo de Tu Voluntad, Señor. Que seas Tu quien nos guíe, que sea tu Madre quien nos proteja.

No te alejes de nosotros, Señor, perdona nuestros errores y pecados, y nuestra falta de fe.

Amén.

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La parábola del Buen Pastor

Al más ilustre de los peruanos (a San Martín de Porres)

Hoy se cumplen 55 años de la canonización de Fray Martín de Porres. Les invitamos a leer un interesante artículo tomado de la Revista Cultural Católica Tesoros de la Fe (más abajo le ofrecemos el enlace original), con motivo del que fue el cincuentenario aniversario de la subida a los altares de nuestro querido santo:

Al más ilustre de los peruanos

El próximo 6 de mayo se conmemora el cincuentenario de la canonización de este santo peruano del siglo XVII, conocido en el mundo entero por su caridad eximia y sus extraordinarios milagros, que rayan en lo mítico

Pablo Luis Fandiño

Hace exactamente 50 años, en la Basílica de San Pedro en el Vaticano, el Papa Juan XXIII inscribía solemnemente en el catálogo de los santos al limeño Martín de Porres Velásquez (1579-1639), convirtiéndose en el primer mulato en ser canonizado por la Iglesia.

Fray Martín gozaba ya en vida de fama de santidad. Prueba de ello fue su multitudinario entierro. La ciudad entera se volcó para verlo por última vez “exhalando de sí una fragancia tan grande que embelesaba a los que se acercaban, y le hacían pedazos la ropa que tenía, de manera que fue menester vestirlo muchas veces y pedir guarda especial para el cuerpo. Y se resolvió enterrarlo luego aquella tarde por evitar inconvenientes”.1 Su cuerpo fue llevado procesionalmente hasta su sepultura en hombros de Feliciano de la Vega (arzobispo de México), Pedro de Ortega Sotomayor (deán de la catedral de Lima y después obispo del Cusco), Juan de Peñafiel (oidor de la Real Audiencia) y Juan de Figueroa Sotomayor (regidor del cabildo y más tarde alcalde limeño), entre otras notabilidades presentes a la hora del entierro. En la víspera, su amigo, el virrey conde de Chinchón se hizo presente ante su lecho y “arrodillado le besó la mano y le rogó que intercediera ante Dios por él”.2

Con el trascurso del tiempo su fama de taumaturgo y hombre de Dios no ha hecho más que crecer, desbordando las fronteras de su Lima natal, del Perú y de América, hasta llegar a los rincones más apartados del orbe.

Los milagros aprobados por la Iglesia para su canonización ocurrieron en Asunción (Paraguay) y en Santa Cruz de Tenerife (Islas Canarias); aunque ya se habían presentado casos operados en Cajamarca (Perú), Detroit (EE.UU.) y Transvaal (Sudáfrica)­ que fueron desestimados.­

Lectura amena e interesantísima

Su vida y sus milagros han llegado hasta nosotros a través de la tradición oral y de los testimonios manuscritos. El ejemplo de San Martín de Porres ha servido de inspiración a decenas de autores peruanos y extranjeros, de las más variadas especialidades: historiadores, médicos, religiosos, políticos y literatos. Ellos han escrito más de un centenar de volúmenes, cuyas ediciones y reediciones son incalculables. Se han publicado libros en español, latín, inglés, portugués, francés e italiano; al igual que en alemán, polaco, vietnamita y chino. Sin embargo, nada existe de más auténtico cuanto el propio Proceso de Beatificación. En él se recogen las declaraciones recabadas en Lima en 1660, 1664 y 1671 a más de setenta personas durante el desarrollo del Proceso Diocesano. La mayor parte de ellas conocieron y trataron íntimamente a fray Martín de Porres y fueron testigos directos y presenciales de los hechos que narran.

Aunque la lectura de los procesos de beatificación puede resultar un tanto tediosos hasta para los eruditos, debido a la invariable repetición de preguntas que se formulan a los declarantes y a sus monótonas respuestas, tan semejantes entre sí, en este caso sucede todo lo contrario. Como lo declara el padre Fray Tomás S. Perancho en la introducción del Proceso de Beatificación de fray Martín de Porres publicado por el Secretariado de Palencia en 1960: “La lectura del Proceso resulta amena e interesantísima: lo primero por la multitud de detalles curiosos que aportan los numerosos testigos que declaran, y lo segundo, por el realismo con que destacan las virtudes del sujeto que va camino de los altares”.3

A medida que se le conoce, crece y se eleva su figura

Al penetrar en el estudio y el conocimiento de la vida de San Martín de Porres sucede también algo paradigmático: cuanto más profundizamos en la materia, más crece y se eleva a los ojos del lector nuestro personaje. La tradición oral, transmitida de padres a hijos y cuya fuente natural era el propio convento de Nuestra Señora del Rosario de Lima —donde nuestro santo pasó la mayor parte de su existencia terrena— , lejos de ser desmentida es corroborada y engrandecida por los patentes testimonios del Proceso Diocesano. En él cabe destacar tanto la multitud de los declarantes, cuanto su idoneidad (superiores de conventos, predicadores generales, maestros en sagrada teología, obispos, etc.), quienes además aseveran haber visto y oído por sí mismos lo que testifican. Cuando hablan hombres de tan elevada talla moral, reafirmándose unos a otros en sus testimonios, aseverando que lo han visto y palpado, y por añadidura juran por Dios que dicen la verdad, resulta pues inevitable dar por auténticos los hechos.

Pero además de contar con una sólida base documental, para mejor comprender a nuestro santo, es imprescindible conocer adecuadamente la época en que vivió. Como bien puntualiza el historiador: “Querer juzgar ese ambiente y ese pensamiento con criterio actualizante o vanguardista es error irreversible, reñido en esencia con la investigación histórica”.4

Una dulce primavera de la fe en el suelo americano

Apagados los fragores de la conquista del imperio inca, cesadas las luchas fratricidas, disipadas las ambiciones personales, fue instaurándose gradualmente la paz en nuestra tierra. No cualquier paz, sino “la paz de Cristo en el reino de Cristo”. Y a partir de ese momento se pudo emprender la magna labor evangelizadora y civilizadora del cristianismo. Germinó entonces, naturalmente, una dulce primavera de la fe en el suelo americano. Basta pensar que en una pequeña metrópoli como era la Ciudad de los Reyes a fines del siglo XVI y comienzos del XVII, coincidieron cinco grandes santos: Santa Rosa de Lima, Santo Toribio de Mogrovejo, San Francisco Solano, San Juan Masías y San Martín de Porres, junto con más de un centenar de siervos de Dios e infinidad de personas que llevaron una vida ejemplar y devota.

Al enfocar la vida de nuestro héroe, muchos han caído en la tentación de resaltar lo episódico, lo pintoresco, lo gracioso, lo trivial, con lo cual se puede llegar a dibujar una figura minimalista.

Llama la atención, por ejemplo, el sinnúmero de ocupaciones y oficios que asumió fray Martín en el convento mayor de los dominicos en Lima. Portero, campanero, barrendero, limosnero, barbero, herbolario, enfermero, cirujano menor y encargado de la ropería. Atendiendo con la mayor diligencia a una comunidad que sobrepasaba los doscientos frailes, además de novicios, hermanos legos, donados, personas de servicio y hasta esclavos que eran propiedad del convento. Además de una infinidad de pobres, indios, esclavos y menesterosos que acudían a pedir socorro a sus puertas. ¿De dónde sacaba Martín las fuerzas para cumplir con tantas obligaciones? – De la oración, a la que dedicaba la mayor parte del día y de la noche, pues es opinión general que dormía muy poco.

Fray Juan de Arguinao, arzobispo de Santafé de la Nueva Granada, Bogotá (1661-1678) —que conoció a fray Martín desde su ingreso al convento de Nuestra Señora del Rosario hasta la muerte del santo— declaró en el Proceso Diocesano: “que en lo adverso y próspero de esta vida mortal siempre vio al venerable hermano fray Martín de Porras con un mismo semblante, sin que lo próspero le levantase, ni lo adverso le deprimiese o contristase, de lo cual se seguía que en las adversidades, acaecimientos y enfermedades, siempre se mostraba pacientísimo, conformándose con la voluntad de Dios, que era su norte y guía”.5

Consejero de grandes y pequeños

Entre sus amigos íntimos no faltaron los potentados de la época: el virrey, el arzobispo, el alcalde y el rector de la Universidad de San Marcos. Muy característicos fueron, por ejemplo, los encuentros mensuales que por espacio de diez años fray Martín sostuvo en palacio con don Luis Jerónimo de Cabrera y Bobadilla —Conde de Chinchón y Virrey del Perú (1629-1639). Tales reuniones no eran para confesar a su ilustrísima, sino para aconsejarle en los más graves asuntos de estado con su extraordinario y fino sentido común. Así como cuando los indios lo confundían con un sacerdote, y él solía decirles “Hijos, yo no soy de misa”, tanto el virrey como fray Martín conocían perfectamente cuál era su condición.

Durante el Consistorio sobre la canonización del beato Martín de Porres, que tuvo lugar el 12 de abril de 1962, el Papa Juan XXIII se expresó del siguiente modo a los cardenales presentes: “Habéis podido admirar la acendrada piedad del beato Martín al Divino Redentor del género humano, tanto oculto en la Eucaristía como elevado en la cruz, y a la Virgen María reina celestial. También habéis podido admirar su sencillez de espíritu en la continua disposición a obedecer y servir a todos, considerándose siempre el más inferior”.6

San Martín de Porres llevó la práctica de la virtud de la humildad al más alto grado y quizás sea por eso que Dios lo haya recompensado con tantos dones. Hoy, al cumplirse el cincuentenario de su canonización, la Nación está en el deber de reconocerlo como el más ilustre de los peruanos.7

Nuestra actitud ante el cincuentenario

¿Y cómo podemos nosotros, simples fieles católicos, asociarnos convenientemente a este cincuentenario? ¿De qué manera podríamos al mismo tiempo contribuir a su brillo y beneficiarnos de sus gracias?

El ilustre apóstol seglar del siglo XX, Plinio Corrêa de Oliveira, nos da la clave para una respuesta: él solía decir que la mejor forma de agradecer a Dios por las gracias recibidas es pedirle más gracias. Es un reconocimiento de su infinita bondad y poder, y una expresión de nuestra amorosa dependencia de Él. Lo mismo vale, proporcionadamente, con relación a la Santísima Virgen, Medianera de todas las gracias, y a los santos que Dios colocó como intercesores ante su divina clemencia.

Por otro lado, como recuerda San Luis María Grignion de Montfort, así como la gracia perfecciona la naturaleza, la gloria perfecciona la gracia. Es decir, San Martín de Porres es ahora, en el cielo, incomparablemente más solícito con quienes ­acuden a él de lo que fuera mientras vivió. Y si en su existencia te­rrenal no hubo quien dejase de ser atendido, ¿cuánto más no estará dispuesto a ayudarnos, ahora que goza de la gloria ­eterna?

Entonces, en este cincuentenario honremos debidamente a nuestro querido fray Martín, de dos maneras: primero, dando público testimonio de nuestra gratitud hacia él, participando en homenajes que se le tributen como triduos, procesiones, novenas, etc.; y, al mismo tiempo, aprovechando esas ocasiones para pedirle todo aquello que necesitemos, siempre ordenado a la gloria de Dios y a nuestra salvación. ¡Con certeza no seremos defraudados!

Notas.-

1. Proceso de Beatificación de fray Martín de Porres, Secretariado «Martín de Porres», Palencia, 1960, p. 92.

2. Rafael Sánchez-Concha Barrios, Santos y Santidad en el Perú Virreinal, Vida y Espiritualidad, Lima, 2003, p. 122.

3. Proceso, p. 5.

4. José Antonio del Busto Duthurburu, San Martín de Porras (Martín de Porras Velásquez), Fondo Editorial PUCP, Lima, 1992, p. 12.

5. Proceso, p. 259.

6. Cf. http://www.vatican.va/holy_father/john_xxiii/speeches/1962/documents/hf_j-xxiii_spe_ 19620412_de-porres_sp.html

7. Al emplear esta expresión nos referimos “al más ilustre varón peruano” y no pretendemos en absoluto desmerecer la figura de Santa Rosa de Lima, la más ilustre mujer peruana.

Texto original en: Tesoros de la fe (Revista Cultural Católica)

El sentido de la Cruz

El sentido de la Cruz

Al dolor, a la experiencia de la enfermedad debe la humanidad grandes cosas; paciencia y fortaleza de espíritu, don de consejo y discreción, comprensión y delicadeza con los demás. En el dolor se forjaron muchas de las grandes obras que hoy son orgullo del patrimonio humano. Sin él —sin la sordera y el abandono de los amigos— no habría recorrido Beethoven el camino que le llevó a las cumbres de la novena sinfonía.

Pero aún valoradas todas las aportaciones del sufrimiento al tesoro de la humanidad, éste no tiene sentido sin la trascendencia, sino está en función de otros valores a los que se subordina y dirige. “Se puede olvidar a Dios en los días felices, pero cuando el infortunio llega, siempre es preciso volver a Dios”, escribió Alejandro Dumas… Pero creemos en un Dios providente «que abarca de un cabo a otro todas las cosas y las ordena con suavidad» (Sab. VIII, 1). Su providencia lo abarca todo. Nuestros mismos cabellos, uno a uno, están contados por la mirada providente de Dios (Mt. X, 30).

“El problema del mal, es indudablemente, el más complejo y de más difícil solución que la filosofía puede plantearse” (Zaragüeta en su discurso inaugural de la «segunda semana española de Filosfía»). Difícil, complejo e inabordable, “porque, ¿quién de los hombres podrá saber los consejos de Dios? ¿O quién podrá averiguar qué es lo que Dios quiere?” (Sab. IC, 13). No nos jactamos de resolver satisfactoriamente el problema, pero creemos iluminarlo suficientemente a la luz de la razón y de la fe. No pretendemos abarcar las zonas del misterio, pero encontramos sentido al dolor a la luz de la eternidad y de la redención.

El hombre no es un ser absurdo, abandonado, «lanzado a la muerte». Tiene una destinación, una finalidad eterna preparada por la mano amorosa de Dios. Así lo ven los ojos de aquel que encuentra un sentido y una trascendencia a su morada terrena.

Gandhi, poco después de su frustrado intento de asesinato en Sudáfrica hizo honor a su apelación de Mahatma (Grande alma). “La muerte es el término de toda vida. Morir por la mano de un hermano… no es para mi motivo de angustia. Aún en este caso estaré libre de todo pensamiento de ira u odio contra mi atacante: pues será para mi bien eterno”.

«Non habemus hic manentem civitatem», escribía San Pablo. El término que da sentido a este valle de lágrimas es la ciudad eterna de la gloria. Pero para el cristiano tiene el dolor un sentido más íntimo y hondo, más dulce y atractivo que para el creyente en general. Para el cristiano el dolor es la cruz, la imitación de su modelo Cristo, además del camino para llegar a la vida.

El coger la cruz es seguir al amable Jesús. “Quien quisiere venir en pos de mí, niegúese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. La cruz de Cristo, abrazada alegremente como San Andrés, se transforma en la mayor de las felicidades.

No es la felicidad del «nirvana» búdico. No es tampoco esa felicidad estoica —si se merece este nombre— que consiste en la aniquilación, en la muerte de todo deseo. Es el abrazar en la cruz a Cristo Crucificado, doliente y palpitante de amor: es la «locura de la cruz» de que hablan los santos.

El cristianismo es lucha, es agonía en el sentido inamuniano y etimológico de la palabra. Es combate e imitación de esos Cristos españoles angustiados, dolorosos, obra del Renacimiento español, que ha visto don Miguel en las iglesias de Salamanca y Valladolid.

“No penséis que vine a traer la paz sino la guerra” (Mit. X, 34). “Mi reino no es de este mundo” (Io. XVIIl, 36). “Quien quisiere salvar su vida la perderá…”. Cristo desclava uno de sus brazos y abraza al que coge de gana la cruz. “Estoy rebosante de alegría en mis tribulaciones”, escribía San Pablo. Y Santa Teresa: “O padecer o morir”.

Esta es la «locura de la cruz» en los santos. Ha transformado en felicidad lo que es terror y pánico para el incrédulo y el ateo. Ha mirado fijamente a los ojos de la medusa y en lugar de morir, la ha matado.

En «Job, el Predestinado», Enrique Bauman dice: “El sufrimiento es como la Medusa. Si la mirase en los ojos me convertiría en Piedra. —Porque tienes miedo; si tú la miraras hasta el fondo de sus pupilas, verías reflejado un rostro divino”.

I. Aguirre Gandarias, S.J. (Bilbao, 1959).