Imágenes de San Martín de Porres en la Aldea de San Nicolás (Gran Canaria)

Imagen de San Martín de Porres en la Iglesia de San Nicolás de Tolentino (La Aldea de San Nicolás, Gran Canaria).

Esta otra imagen se encuentra en la asociación de vecinos Don Paco Ramos, en el lugar conocido como El Pinillo. Sus vecinos celebran la fiesta en honor de Fray Martín en el mes de Mayo.

El municipio de La Aldea de San Nicolás se ubica en el Oeste de Gran Canaria. Con una orografía de singular belleza —ideal para rutas y senderos— y una costa virgen, parte de su superficie se encuentra cubierta por un mar de invernaderos donde se cultiva todo tipo de frutas y hortalizas —principalmente tomates y pepinos y frutas tropicales— muy apreciadas en los mercados europeos y principal fuente de ingresos de la zona. Destaca en este municipio la popular fiesta del Charco (11 de septiembre), cuyo origen se remonta a la época aborigen.

Meditación en Jesús (poema)

Meditación

Yo he sentido, Jesús mío recordando los momentos
que, clavado en el Madero, por nosotros padeciste,
el deseo expiatorio de sufrir yo los tormentos que
sufriste.

Llevar clavada en mi frente la corona que llevaste
y sentir en mi costado penetrar el hierro frio,
y perdonar los agravios, como Tú los perdonaste,
Jesús mío.

Mártir Divino, al que un día, llenos de dulces fervores
tus discípulos, absortos, tus palabras escuchaban
en las orillas del río o en los campos que las flores
esmaltaban.

Que tus palabras Divinas suenen siempre en mis oídos
y mis pasos se encaminen a la Gloria prometida;
mira que hoy lloro, Dios mío, los errores cometidos
en mi vida.

Y el día que ya la muerte me llame a infinita calma
y de mis ojos, velados, se borren seres y trazos
yo quisiera, Jesús mío, que recogieses mi alma
en tus brazos.

Te lo pido por los clavos que tus miembros traspasaron,
por la última plegaria que cruzara por tu mente,
por la corona de espinas que los hombres te clavaron
en la frente.

Por la pena de tu Madre, en un rictus doloroso,
en aquel aciago día de tristezas y de espanto,
en tus pies martirizados vertió el raudal amoroso
de su llanto.

Mi corazón dolorido tu misericordia implora;
no permitas que me aparte del camino de la luz,
¡Por el llanto de tu Madre y la imagen redentora
de la Cruz!

Domingo de Resurrección: La vida nueva del hombre

Resurrección

La vida nueva del hombre

En este día glorioso de la Resurrección, Jesús marchó al Padre para redimirnos. Acaso no nos demos cuenta, o queremos olvidarnos, de la significación profunda que entraña este hecho histórico milagroso.
Aquel hueco sepulcral quedó vacío para llenarse de vida eterna. La Humanidad, y todos y cada uno de los hombres que la componen ganaban la posibilidad de la salvación. La figura maltrecha y escarnecida de un Dios se elevaba a los Cielos, nimbada de luz, de pureza, de éxtasis infinito para configurar una Vida Nueva en el hombre. Y repicaron en ese instante las campanas del mundo entero, y un grito de Aleluya se escuchó en todos los confines de la tierra, y un rayo inmenso de luz iluminó todos los corazones.
¡La Vida Nueva del hombre! Aquel Hijo del Carpintero que atravesó los caminos de Palestina, y conoció el odio, la persecución y la muerte en vilipendio levantaba en ese momento la gran bandera del perdón. Esa bandera que hemos visto enarbolada, con aire triunfal, en todo el Orbe, a través de veinte siglos. El viernes mismo la hemos presenciado en forma de Cruz a través de la pantalla, levantada por las manos del Vicario de Cristo, en el Coliseo de Roma. Las patéticas, pero serenas escenas del Vía Crucis pontifical, bajo la noche estrellada de la Ciudad Eterna, nos llenaban de emoción. Era un anciano, Representante de Jesús, quien levantaba su Cruz ante los Misterios, con sotana y solideo blancos, adorando y reverenciando al Salvador del Mundo. Su palabra quería ser firme y trocábase en angustiosa, oprimida por la dramática situación que impera en la faz de la tierra. Pero, inspirado por el Espíritu Santo, brotaba la oración del Papa con esa iluminada esperanza y esa entrañable caridad que lleva siempre en su corazón el gran Príncipe del Cristianismo.
De ese mismo manantial de fe hemos de participar todos los católicos. Manantial que se nos figura puro y cristalino en este glorioso día de la Resurrección del Señor. El corazón del cristiano ha de tornarse valiente, seguro, esperanzado en la gran conmemoración de la redención humana. Ha de mostrarse sin fisuras ni vaivenes, porque creer en Dios y, sobre todo, cumplir sus mandamientos es el supremo deber del buen cristiano. Quienes se postran de rodillas para luego desviarse de Jesús, en la vida o en el ejemplo, merecen, a juicio mío, mayor estima que quien se empeña en desconocerle o se niega a seguirlo.
¡Vida nueva del hombre! En este día glorioso de la Resurrección pensemos en ella, suprimiendo odios, buscando la cordialidad y la paz, alzando el espíritu sobre las miserias de nuestra existencia. Esa nueva vida que debe ser hechura e imitación de Cristo, amándonos con humildad, perdonándonos con sincero cariño, buscando horizontes de convivencia fraterna.
Por la faz de la tierra parece hoy pasar una ráfaga satánica de incontenido desamor. Miremos a lo alto y veamos esa gloriosa figura de un Dios hecho hombre que penetra en los Cielos para perdonarnos y bendecirnos. Si le volvemos la cara seremos reos de ingratitud. Si le seguimos con ojos de fe seremos auténticos hijos de Jesús.

Carlos Ramírez Suárez, «En la ruta de mis recuerdos» (1976)

La Soledad de María (poema)

La Soledad de María

Attendite et videte si est dolor
sicut dolor meus

Dame tu inspiración, profeta Santo;
Préstame de tu canto la dulzura;
Quiero llorar con el doliente llanto
Que de Sión lloraste la amargura;
Quiero con triste y doloroso canto
Acompañar la acerba desventura
De una mujer, del Cielo la alegría,
Que hoy sufre en soledad dura agonía…

Vedla…, vedla… Del Gólgota en la cumbre,
Humilde y dolorida está de hinojos;
Del sol poniente el pálido vislumbre
Viene a bañarla en sus fulgores rojos.
Mustia, apagada la celeste lumbre
De sus hermosos y divinos ojos,
Al alto los dirige, y solitaria
Murmura en su dolor triste plegaria.

¡Cuánto ha sufrido! En su serena frente
Dejó el dolor inextinguible huella;
Se ocultó su sonrisa, y tristemente
Silencio de dolor sus labios sella;
De su llanto de fuego la corriente
Dejó surco profundo en su faz bella,
Y con el lirio de los valles triste
Su hermoso rostro de dolor se viste.

¡Cuánto ha sufrido! Por martirio tanto
Su amante corazón está oprimido,
Que ni siquiera puede en su quebranto
Exhalar ni un sollozo ni un gemido;
Secas están las fuentes de su llanto,
Que á torrentes sus ojos lo han vertido:
Ni suspira ni llora; resignada
En su inmenso dolor está abismada.

Vio a su Jesús morir, vio su amargura.
Vio su pasión, su angustia, su tormento,
Le vio subir del Gólgota a la altura
Y el sacrificio consumar sangriento.
—¡Oh heroísmo sin par!, oh desventura!
¡Oh abnegación sublime!, ¡oh sentimiento!
¿Qué fuerza superior te sostenía
¡Para que no murieses, oh María!

Y le viste expirar; su cuerpo inerte
Entre tus brazos tiernos estrechaste,
Y su semblante, que veló la muerte
Con tu llanto purísimo regaste.
Sus manos, su cabeza, ¡oh Madre fuerte.
Con cuanta pena y cuanto amor besaste!
¡Ah! ¡Cuántas veces a su roto pecho
Juntaste el tuyo de dolor deshecho!

¡Pobre madre! ¡Martirio prolongado!
¿Quién sufriera tormento tan impío?
Ni aun el cadáver ve del Hijo amado.
Que se le oculta ya el sepulcro frío.
Sin luz y sin ventura se ha quedado.
Sola con su dolor, mudo y sombrío;
Doquier que vuelve los nublados ojos
Halla amargura, soledad y abrojos.

¡Pobre Madre! Su pecho un solo instante
Hallar no puede la quietud perdida;
Anda en las sombras de la noche errante
Buscando su consuelo dolorida.
Mil veces llama a su Jesús amante
Con voz penetrante y afligida:
— “¿Dónde estás, Jesús mío, dice; dónde?”
Y solo el eco a su clamor responde.

“¿No miras mi dolor, Hijo adorado?
Ven, mi Jesús, mi corazón te llama;
Ven, ven, que sin ventura me he quedado;
Consuela el mal de quien te llora y ama”.
Lleva el aura su acento acongojado
Cuando así dice y suspirando clama;
Y la responde a su infeliz lamento,
“Sola”, diciendo, el murmurar del viento.

¡Sola! ¿Dónde encontrar podrá consuelo
A su penar acerbo y prolongado?
Si mira con amor el bajo suelo.
Todo aumenta la angustia de su estado;
Si mira con ternura al alto cielo,
Le encuentra a su gemir mudo y cerrado;
Murió Jesús, y los que el Cielo moran
La muerte de su Dios tan solo lloran.

“¡Sola!” ¡Cuánto dolor, Madre afligida!
Sola en la situación más horrorosa;
Sola, y la prenda de tu amor querida
Muerta de muerte fiera y afrentosa!
¿Y aun puedes alentar? ¿Y aun tienes vida?
Te niega el Cielo muerte venturosa
Que a otros mártires da; tú, ¡oh Madre!, vives
Y martirio más grande así recibes.

Oh, sí, Jerusalén; la ciudad santa.
Delicias del Señor, un tiempo pura,
Cual fantasma precito se levanta
Entre la niebla de la noche oscura;
Y en torno, con horror que el alma espanta,
Se oye una voz que baja del altura
Diciendo aterradora y condolida:
“¡Jerusalén! ¡Jerusalén! ¡Deicida!”

Y María la escucha, y a su acento
Rasgar su corazón, morirse siente;
La voz es amenaza y es lamento
Por verdugos y víctima inocente:
Sin igual es su doble sentimiento
Por el Dios muerto y la deicida gente;
Es tu Hijo Dios; y ¡oh Madre de dolores!
También tus hijos son sus matadores.

¡Ah sin segundo, atroz; tormento horrible
(Aquí se hiela el corazón de espanto)
Comprender tu amargura es imposible;
Se abisma el alma en mares de quebranto;
Al humano lenguaje es indecible;
¿Cómo pudiste, Madre, sufrir tanto?
¿Ser también hijos tuyos los impíos,
Los malditos del Cielo, los judíos?

Lo quiso Dios. En el postrer momento,
Cuando de tu Jesús el alma huía.
En la cima del Gólgota sangriento.
Allí a la vista de la turba impía,
Oíste de su voz el dulce acento.
Que moribundo y triste te decía
Aumentando tu pena y tus dolores:
“Mujer, sé Madre tú de pecadores”.

¿Y qué fuera sino mujer bendita;
Sin ser tú Madre del mortal, qué fuera?
¿Quién del Cielo la cólera infinita
Y el brazo airado detener pudiera?
Pero en la tierra do el pecado habita
Naciste tú, celeste medianera,
Para ser entre Dios y la criatura
El lazo de la paz y la ventura.

Y ahora sola te ves; sola sufriendo
Lo que nadie sufrió, pobre María;
Donde volver tus ojos no teniendo.
Ni en quien calmar tu pena y agonía.
Al meditar en tu martirio horrendo
El alma se estremece, Madre mía,
Y se asombra al mirarte, Virgen pura,
Coloso de la humana desventura.

Y sola, en una tierra mancillada.
Con un delirio horrendo, entre insensible
Gente cuya dureza despiadada
Hace tu situación aun más horrible;
Entre la soledad más angustiada,
Con la pena y dolor más indecible.
Te oigo exclamar con voz que da agonía;
¡Mirad si hay pena cual la pena mía!

No la hay, ¡oh Madre!, no; ¿qué alma de hielo
No se enciende al mirar tu pecho herido?
¿Qué corazón, al ver tu desconsuelo.
No se siente de angustias oprimido?
¿Qué ojos te miraran, oh luz del Cielo,
Que llanto no derramen dolorido?
¿Quién habrá, Madre tierna, que te mire
Y con amarga pena no suspire?

¡Ah! Deja, Madre, que tus hijos fieles
Acompañen el tuyo con su llanto;
Deja que contemplemos tus crueles
Angustias y tu fúnebre quebranto.
Para que en tus pesares te consueles
Nada puede mi bajo, indigno canto;
Más déjame llorar a tu memoria,
Porque llorar tus penas es mi gloria.

Y hoy que te miro triste, desolada,
Hoy más te adoro, Madre de amargura;
Hoy todos, con el alma traspasada.
Lloramos tu dolor y desventura;
Hoy te vemos doliente, atribulada.
En soledad sombría, Virgen pura,
Y con el alma de ternura llena
Templar queremos tu profunda pena.

                   Francisco Sánchez de Castro

Imagen: Virgen de la Soledad de Zamora (Foto: Santiago Fernández). Cartel anunciador del Quinario de la Santísima Virgen de la Soledad, 2015.

A la Soledad (en su tránsito de la noche del Viernes)

A la Soledad (en su tránsito de la noche del Viernes)

Déjame ser el pañuelo
en tu mano de azucena
para enjugar tu llanto.

Y ser la cera encendida
en esta noche tremenda
de soledad, alumbrando
el silencio de las sombras
y el silencio de tus pasos.

Déjame ser el incienso
para perfumar el aire.
Y amapola. Y rosa. Y nardo.

Y déjame ser el viento.
Y torrente. Y lluvia. Y trueno.
Y convertirme en tormenta
rugiente, por tu calvario,

Y de tus pies la sandalia.
Y déjame ser el árbol,
que dé sombra a tu camino
y a tu caminar descanso.

Déjame ser en tu herido
corazón, consuelo,
haciendo mío tu dolor
y ese reposado llanto…

                      José Rodríguez Batllori. Abril de 1982.

Imagen: Nuestra Señora de la Soledad de la Portería. Iglesia de San Francisco de Asís, Las Palmas de G.C. (Foto: José Ubay)