San Martín de Porres: Amado y desconocido
Conocer al San Martín real, es positivo y bueno. Su ejemplo nos puede acercar a Dios. Esta es la misión de los santos y la cumplen en la medida en que son conocidos. No se ama lo que no se conoce. La pregunta es: ¿San Martín fue un hombre real o lo hemos inventado?. Nadie duda de su existencia, pero lo hemos aupado a lugares que lo alejan. Lo hemos idealizado, lo hemos idolotizado. Eso parece cuando lo priorizamos en nuestras devociones, envuelto en las nubes de la imaginación.
Para conocer a Fray Martín hay que acercarse a su vida real, humilde, pobre, obediente, con limitaciones, enfermedades y muerte. Como todos. No lo metamos en un esquema de santidad y vida irreal y portentosa. No encastillemos su vida en nuestras ideas de santidad. Situarlo en su tiempo, en su familia y comunidad, ayuda a conocerlo, pero siempre queda su interior, su amor a Jesucristo, su fe, sus sentimientos, su alma. Se nos escapan. Porque conocerlo es entrar en su interior pero sin ideas preconcebidas, con humildad. Así nos encontramos con el hombre de sentimientos limpios, copiados de Jesús, del que es un fiel reflejo. El es ejemplo de lo que Dios puede hacer en una persona que se deja hacer por el dinamismo del Espíritu. Lo que se pierda en protagonismo personal será facilitar la obra de Dios.
Imaginarse a San Martín conforme nuestros criterios, a la vez lo desfigura y rebaja. Entrar en su interior es imposible, hay que atender a su vida, a sus obras que son el lenguaje de su espíritu. San Martín puede ser un libro abierto para el que lo lee reflejado en el Evangelio, en la simplicidad de sus obras, como arreglando la muñeca de la niña desconsolada, derrochando ternura y gozo, propios de un alma transparente y luminosa: como el ocultar a prófugos de la justicia, con lástima y compasión, para recobrarlos a una vida digna; o vencer su humildad obedeciendo al deseo del arzobispo y enfermo; como no es ingenuidad de santo, el reunir en amigable comida a enemigos naturales como el perro, el gato o el ratón. Se sabía hermano de todos los seres, a los que amaba con cariño especial.
No conocemos sus catequesis, las exhortaciones a ricos y pobres que acudían a la portería del convento de los dominicos en busca de consuelo, ni su memoria para retener las homilías y conferencias que escuchaba en la Comunidad. Sí conocemos la docilidad en cumplir con lo que el Evangelio le indicaba, su oración, su amor a la Virgen, su deseo de agradar a todos y el esmero en cumplir cuanto la obediencia le encomendaba. La escoba lo popularizó. Pero él fue el que dio brillo espiritual a la escoba, él el que la elevó a medio de santificación.
No busquemos mucha ciencia, al modo humano, ni relieves que desbordan la auténtica calidad humana y cristiana de San Martín. Más bien, la luz para conocerlo, es el Evangelio, la palabra de Jesús, que lo capacitaba para acoger al Espíritu configurador de su alma, con el Jesús amigo, cercano, confidencial. Desconectar las obras externas de su vivencia interior, es desconocerlo. Por eso, conocer y amar a San Martín, ser su amigo, es vivir lo que él vivió, amar lo que él amó, y servir como él sirvió.
Como obra maestra de la gracia, rica en detalles que el embellecen, tenemos que ver a San Martín por partes, aunque él es un todo en el que Dios se ha lucido en un derroche de dones. Hasta el punto de ponerlo como palabra permanente para la gozosa familia de amigos.
Necesitamos amigos de San Martín y, como él, caminar al lado de Jesús. No debemos quedarnos en San Martín. Le molestaría y, además, sería inútil. Él no pasa de ser signo del amor de Dios. San Martín no es el importante, lo es Jesucristo para quién vivió nuestro santo hermano.
P. Francisco Arias, O.P. (Convento San Pablo Apóstol/PP. Dominicos – Palencia)
Publicado en la revista «Amigos de Fray Martín» (nº 500). Septiembre de 2009
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